LA PATATA -O PAPA-, EL GRAN LEGADO DE LOS ANDES / Potatoes, the great legacy of the Andes

© (2021) Texto y fotografías: José María Fernández Díaz-Formentí / http://www.formentinatura.com. Prohibida su reproducción total o parcial sin autorización.
En un artículo de este mismo blog dedicado a la quinua, indicaba como los Andes centrales (Perú, Bolivia, Ecuador) han sido uno de los ocho grandes centros mundiales de domesticación de plantas. Sus pobladores antiguos supieron aprovechar bien el asentamiento en una de las regiones de mayor biodiversidad del planeta, y tras una tarea de siglos, fueron cruzando y seleccionando las plantas silvestres hasta conseguir las variedades más nutritivas, de mejor sabor y más fáciles de cultivar. Gracias al esfuerzo de centenares de generaciones de pueblos andinos se consiguieron plantas cultivares excepcionales, hasta el punto que difícilmente podemos concebir la alimentación actual de la humanidad sin patatas, tomates, alubias o pimientos, por ejemplo. Estas son solo algunas de las muchas decenas de plantas domesticadas desde hace más de 7000 años en la región andina y que se han incorporado a la dieta universal.

Además, los intercambios de los pueblos andinos con los amazónicos, les permitió acceder a plantas del bosque tropical, como el cacao, la yuca, el cacahuete, etc., y las incorporaron y difundieron por su territorio, exportándolas a otras zonas de América. Sin embargo, no todas las especies han tenido la difusión universal que se merecerían. En el catálogo de plantas domesticadas en los Andes figuran especies extraordinariamente nutritivas, de cultivo fácil incluso en condiciones duras (heladas, sequías, tierras pobres…), que por estigmatización como “comidas de pobres “ o “de indios” no han encontrado todavía difusión fuera del área andina, privando a la humanidad de mejorar el estado nutricional de millones de personas en otros continentes como África o Asia.

La enorme riqueza de la región andina central se debe a la combinación de su ubicación, en la zona tropical del planeta, y la gran elevación altitudinal, superior a los 6000 m, que trae consigo una progresiva reducción de la temperatura al ascender en altitud; se crean así una serie de pisos bioclimáticos, cada uno de los cuales tiene unas condiciones de temperatura media anual que imposibilita el desarrollo de unas especies o favorece a otras. A ello se une la presencia de dos mundos contrapuestos separados por la cordillera: a un lado la selva amazónica, un medio exuberante y muy húmedo que al encontrarse con los Andes va ascendiendo por sus laderas orientales.

La temperatura decreciente hace que la vegetación se vaya entonces diversificando en varios tipos. En la vertiente occidental, por el contrario, los Andes se encuentran con el océano Pacífico, que en esa zona es recorrido por la fría corriente de Humboldt, procedente de la Antártida. Son frecuentes allí las nieblas costeras persistentes, que sin embargo no llegan a constituir nubes de lluvia por las altas presiones atmosféricas del litoral. La falta de precipitaciones da lugar, así, a un largo desierto costero. Los Andes separan así el desierto más árido del mundo de una de las selvas más húmedas y exuberantes, pero también combinan ambos medios, diversificándolos en un sinfín de ambientes en sus laderas, valles y cumbres.

Además del maíz, el pilar básico en la alimentación del antiguo poblador de los Andes fue la papa o patata (Solanum tuberosum), que es de origen indiscutiblemente andino. El nombre de patata se le dio por su semejanza a la batata o camote (Ipomoea batatas), planta de origen también andino y de América Central. El padre Bernabé Cobo nos dice que «en toda la sierra y tierra fría del Perú, donde no se coge maíz ni las demás semillas y legumbres que se dan en tierras templadas y calientes, son las sementeras ordinarias que hacen los indios de unas raíces llamadas papas, del tamaño y hechura de criadillas de tierra (…). En la lengua quichua se llaman estas raíces papas; en la aimará, amea» (Historia del Nuevo Mundo, Libro IV, capítulo XIII).

La patata parece haber sido domesticada en el sur del Perú y altiplano boliviano hace al menos 7-8000 años (para algunos investigadores incluso 10 000 años), lo que la hace coetánea del maíz. En el 3000 aC ya aparece en Caral, tal vez traída desde la sierra para intercambio. Varias especies silvestres pudieron estar implicadas en la génesis de Solanum tuberosum, como Solanum bukasovii, S. leptophytes o S. stenotomum (“pitiquiña”). Esta última, con tubérculos largos y pequeños, podría haber sido la primera en ser domesticada, aprovechando su escaso intervalo de latencia para germinar. Está bastante pigmentada (incluso púrpura) y tiene ojos profundos en la superficie, además de un sabor intenso. Una vez cruzada con Solanum phureja, que crece a menor altitud (2200-2600 m), dio lugar a Solanum tuberosum subsp. andigena. A partir de ella se fueron seleccionando ejemplares con tubérculos más grandes y con gusto menos amargo (con menos concentración de glucosinolatos), estolones más cortos y mayor resistencia.

Posteriores cruces con otras plantas solanáceas y nuevas selecciones genéticas permitieron su expansión por diferentes niveles altitudinales de la cordillera andina, resultando miles de variedades (chaucha, ajanhuiri, rucki, majtillo, peruanita, sica, kanchan, etc). Solo en el Perú se estima que existen más de tres mil variedades de patatas nativas o criollas. Muchas de ellas están adaptadas a condiciones ambientales específicas, pero otras tienen requisitos poco estrictos.
Las hay de muy variados colores, formas, tamaños, consistencias y sabores. Lamentablemente algunas variedades corren el riesgo de desaparecer, por cultivarse en valles muy determinados, con técnicas ancestrales y distribución comercial muy restringida o económicamente no rentable. Entre otras consideraciones, esto supondría una pérdida genética que podría aprovecharse para mejorar y aumentar la resistencia a las heladas y parásitos de las patatas más comerciales. Hay interés, por ejemplo, en los potenciales nutritivos y de cultivo que ofrecen las llamadas “papas amargas” (S. juzepczukii y S. curtilobum), que reciben ese nombre por el alto contenido en glicoalcaloides. Estos compuestos defensivos se eliminan al desecar la patata en forma de chuño; a cambio, son bastante resistentes a las heladas (de -3 a -5 oC) y a muchas enfermedades, lo que asegura un remanente alimenticio casi asegurado si se malogran otras cosechas por heladas o parásitos.
El padre Bernabé Cobo, en su Historia del Nuevo Mundo, le dedica a las papas el capítulo XIII del Libro IV, cuyas «criadillas de tierra (…) son mantenimiento tan general en el Perú, que la mitad de los indios del no tienen otro pan». Este jesuita ya se percató de la gran variedad de patatas existentes en el Perú: «Hállanse unas papas silvestres y amargas llamadas afora, que no se comen. Las que los indios siembran y benefician son de buen sabor, aunque destas hay una especie que llaman luqui, algo amargas, pero buenas para chuñu (patata deshidratada). Diferéncianse unas papas de otras en grandeza y en sabor; las mayores son como el puño, y de aquí para abajo hasta el tamaño de una avellana, pero las ordinarias son del grandor de un huevo de gallina. Hállanse de todos colores: blancas, amarillas, moradas y rojas».

Producto de estas selecciones y cruces, hoy se diferencian dos subespecies principales de Solanum tuberosum: S.t. subsp. andigena, principalmente cultivada en los Andes, y su descendiente, la S.t. subsp. tuberosum, originada en la isla de Chiloé y territorios adyacentes de Chile tras cruzar la subespecie anterior con otra solanácea del sur de Bolivia y norte de Argentina, la Solanum tarijense. La subespecie tuberosum tiene los tubérculos alargados y con ojos superficiales, mientras que los de la andigena son más redondeados y con ojos profundos. Para formar tubérculos, la tuberosum necesita un fotoperiodo (horas de luz) más largo que la andigena, lo que ha permitido su éxito como planta de cultivo a nivel mundial en latitudes templadas (veranos con más horas de luz), quedándose su predecesora, la andigena, en las cordilleras y altiplanos de latitudes tropicales de Sudamérica y México. El cultivo de la patata es hoy el cuarto más importante del mundo, tras el maíz, arroz y trigo.

Desde el punto de vista nutricional, como la mayoría de los tubérculos, la patata es escasa en proteínas (1-2 %) y en grasas (0.1 %). Los hidratos de carbono suponen un 16-20 % (principalmente albúminas –almidón- y globulinas). También contiene vitaminas (A, B1, B2, B3, B6, E, K y C) y minerales (potasio, calcio, fósforo, zinc, hierro, yodo y magnesio). La mayor parte de su peso (75-80%) es agua.
Junto con el maíz, la patata fue la base de la alimentación en el antiguo Perú. Sus restos más antiguos datan de unos 7000 años, hallados en el cañón de Chilca. También aparece en Caral (5000 años), o en el valle de Casma (4-3200 años). Es representada en el arte precolombino de forma estilizada (Nazca, Huari) o más naturalista (Mochica, Chimú).


EL CHUÑU
La patata fue básica para la expansión y consolidación del imperio inca. Una vez deshidratada (chuñu) se almacenaba en depósitos estatales (qolqa) junto con el maíz y otros alimentos, y así servía de recurso para épocas de hambruna y para abastecer a los ejércitos del imperio en su avance. Los ciclos de plantación y recolección se marcaban en el calendario inca, celebrándose con fiestas notables. Y es que sin la patata, la vida sería difícil en los Andes. Hasta la actualidad, los campesinos le profesan agradecimiento y respeto, preparando con cuidado la tierra para su cultivo, en una actitud festiva con banderas blancas en el yugo de los toros que aran; su floración sigue siendo celebrada con fiestas y bailes (ch’uta), y la cosecha es un acto festivo, con canto y baile (ispalla).

Con la llegada de los españoles al área andina en el siglo XVI aparecen las primeras descripciones de las patatas y los usos indígenas destinados a su conservación. El gran cronista Pedro Cieza de León nos la describe así en su Crónica del Perú (capítulo XL): «De los mantenimientos naturales fuera del maíz, hay otros dos que se tienen por principal bastimento entre los indios; al uno llaman papas, que es a manera de turmas de tierra, el cual después de cocido queda tan tierno por de dentro como castaña cocida; no tiene cáscara ni cuesco más que lo que tiene la turma de la tierra; porque también nace debajo la tierra, como ella; produce esta fruta una hierba ni más ni menos que la amapola.»

Desde aquellos tiempos y hasta la actualidad la patata es conservada por los indígenas andinos deshidratándola, para obtener así el llamado chuñu. Ya el cronista mestizo Inca Garcilaso de la Vega nos decía en sus Comentarios Reales de los Incas (Libro V, capítulo V) que entre las plantas que fructifican bajo tierra «una, que llaman papa, es redonda y muy húmeda, y por su mucha humedad dispuesta a corromperse presto. Para preservarla de corrupción, la echan en el suelo sobre paja, que la hay en aquellos campos muy buena; déjanla muchas noches al hielo, que en todo el año hiela en aquella provincia (Colla, de los altiplanos) rigurosamente. Y después que el hielo la tiene pasada, como si la cocieran, la cubren con paja y la pisan con tiento y blandura para que despiche la acuosidad que de suyo tiene la papa, y que el hielo le ha causado; y después de haberla bien exprimido, la ponen al sol y la guardan del sereno hasta que está del todo enjuta. Desta manera preparada se conserva la papa mucho tiempo y trueca su nombre y se llama chuñu. Así pasaban toda la que se cogía en las tierras del Sol y del Inca, y la guardaban en los depósitos con las demás legumbres y semillas».

El padre Bernabé Cobo, en su Historia del Nuevo Mundo (Libro IV, cap. XIII) nos dice asimismo que «El tiempo de las cosechas de las papas es por los meses de mayo y junio, cuando en las tierras que se dan comienza el rigor de los fríos y hielos. Pues en cogiéndolas, las tienden en el suelo donde les dé de día el sol y de noche los hielos, y al cabo de doce o quince días se ponen algo arrugadas, pero todavía muy aguanosas; entonces, para exprimirles todo el agua que en sí tienen, las pisan muy bien y las dejan al sol y al hielo por otros quince o veinte días, con que quedan tan secas y livianas como un corcho, muy densas empedernidas, y tan encogidas, que de cuatro o cinco hanegas de papas verdes, no sale más que una de chuñu (así llaman a estas papas después de secas deste modo). Es de tanta dura el chuñu, que aunque se guarde muchos años no se pudre ni corrompe, y los indios lo comen cocido en lugar de pan».
Hoy se continúa empleando la misma técnica, y los campesinos extienden los tubérculos sobre una superficie con pajas dejándolos expuestos durante noches al intenso frío, viento y heladas, mientras durante el día reciben la fuerte insolación presente en esas altitudes. En cada ciclo los tubérculos van perdiendo agua, pudiendo ayudar al proceso con cierto prensado a pie. Así la papa queda finalmente arrugada, deshidratada y de un color oscuro: es el llamado “chuño negro”. Pero ya el perspicaz Cobo nos describe un segundo tipo de chuño: «para los caciques y gente regalada se hace una suerte de chuñu más delicado y de estima, el cual se hace de las papas blancas desta manera: que después de secas al sol y al hielo, las tienen por dos meses metidas en agua, y luego las vuelven a secar al sol, con que quedan por dentro muy blancas. Llámase este chuñu regalado moray, y dél, después de tostado y molido, sacan las mujeres españolas una harina más blanca y sutil que la del trigo, de la cual hacen almidón, bizcochuelos y todas las cosas de regalo que, con almendras y azúcar, se suelen hacer».

En la actualidad, para elaborar este llamado «chuñu blanco», tras la congelación se pela la patata y se hidrata 30 días, para luego volver a desecarla. Como ya decía Cobo, así deshidratadas las patatas pueden preservarse durante años, antes de ser rehidratadas o transformadas en harina para su consumo. El chuñu ya era elaborado en el altiplano peruano-boliviano mucho antes de la conquista incaica de esos territorios: se ha encontrado en enclaves arqueológicos de la cultura Tiahuanaco, en el entorno del lago Titicaca. En época del imperio inca, terminada la preparación del mismo, este era recogido y almacenado en los depósitos estatales –qolqa-, junto con el maíz, carne deshidratada (charqui), otros alimentos y ropas. Gracias a su excelente conservación servía como un recurso salvador para épocas de hambruna y para abastecer a los ejércitos del imperio en su avance y expansión militar.

Estos almacenes, frecuentemente situados a la vera de los principales caminos incas, fueron de gran utilidad a los conquistadores españoles en su avance por el imperio, pues pese a la cruenta guerra civil que se estaba llevando a cabo, muchas qolqa conservaban alimentos y ropas, y esto resultó básico en la intendencia de la tropa. De hecho les admiró tal planificación, y por un tiempo intentaron que no se perdiese la costumbre. Durante el periodo colonial, los tambos, posadas y postas que jalonaban los caminos y ejes comerciales mantuvieron la costumbre de almacenar alimentos deshidratados para los caminantes. El chuñu seguía siendo muy importante en la alimentación de los mineros y mano de obra indígena, y su distribución rendía pingües beneficios a algunos comerciantes: ya a mediados del siglo XVI, el cronista Pedro Cieza de León reseñaba como «muchos españoles enriquecieron y fueron a España prósperos con solamente llevar deste chuño a vender a las minas de Potosí».

Pese al éxito e importancia de la papa y el chuñu en el virreinato del Perú, Europa tardó unos dos siglos en valorar sus inmensas posibilidades. No faltaron visionarios tempranos que recomendaron su uso masivo en el Viejo Continente. Así, en enero de 1586, el corregidor de Huarochirí (Perú), Diego Dávila Briceño elaboró un informe en el que advertía de forma premonitoria que «si en nuestra España las cultivasen a la manera de acá serían gran remedio para los años de hambre» (Relaciones Geográficas de Indias, tomo I, p. 63). Las primeras patatas que llegaron a Europa fueron traídas por los españoles antes de 1570. Tras su desembarco fueron llevadas a un monasterio sevillano, donde se plantaron como curiosidad y como alimento para pobres y enfermos acogidos por los frailes del mismo. También hay datos acerca de un obsequio de papas enviado desde Cuzco a Felipe II en 1565. Este, a su vez, se las hizo llegar al Papa, quien se las donó en 1588 a un botánico (C. Clusius) que las cultivó en Viena y Frankfurt. Otros monjes las llevaron a monasterios de Galicia, Italia, etc. durante el siglo XVI.

Sin embargo, la acogida de la patata en Europa fue escasa y poco entusiasta. Durante 200 años apenas fue cultivada en el Viejo Continente, a veces estigmatizada como comida de pobres y de hospicios, o como causante de lepra. Pero debió haber una causa más importante que dificultó su difusión, y es que el cultivo no era muy exitoso, pues las variedades peruanas no estaban adaptadas a la estacionalidad europea ni a las variaciones de luz-oscuridad habidas a los largo del año -en latitudes tropicales esos ritmos de fotoperiodo son muy estables y constantes-. Como explicaba líneas atrás, la exportación de variedades más meridionales desarrolladas en Chiloé y su entorno cambiaron mucho la situación, pues los ritmos estacionales de luz en esa latitud (41º S) son prácticamente idénticos a los de España (40º N). Por último, a fines del siglo XVIII se comenzó a popularizar su cultivo y a apreciarse cada vez más su gusto, resultando asimismo alimento salvador de millones de vidas tras guerras y hambrunas, como había vaticinado el corregidor Dávila Briceño dos siglos antes.

Con miles de variedades, de sabores tamaños, colores y adaptaciones en su cultivo, la patata es el gran legado a la Humanidad que nos han dejado los pueblos de los Andes centrales, sin olvidar otras plantas de gran importancia. Ha salvado millones de vidas, y permite complementar, enriquecer y disfrutar la alimentación de sinfín de platos y preparados en el mundo. Tras miles de años de domesticación a partir de las variedades silvestres, mediante cruces y selecciones, los pueblos andinos han logrado un alimento magnífico, y cada año su colecta y almacenaje es motivo de celebración. A modo de conclusión, adjunto la descripción de una de estas fiestas, a mediados del siglo XIX, por parte de Ephraim George Squier. Este viajero, periodista, escritor y arqueólogo incipiente estaba recorriendo Perú y Bolivia, estudiando ruinas y describiendo costumbres de unas jóvenes repúblicas de apenas tres décadas de existencia tras su independencia. Durante su investigación en las ruinas de Tiahuanaco, en la aldea homónima contigua se acababa de recoger y almacenar el chuñu, y era el momento de celebrarlo con una gran fiesta de varios días, que enlazaba a continuación con la del Corpus Christi. La descripción, no exenta de opiniones peyorativas hacia el pueblo aymara, fue publicada unos quince años después en la revista Harper’s New Monthly Magazine (nº CCXVI, mayo 1868), y en 1877 en su libro Peru. Incidents of Travel and Exploration in the Land of the Incas (capítulo XVI).
FIESTA DEL CHUÑO. TIAHUANACO (E. G. Squier)
Cap. XVI: EN TIAHUANACO Y HACIA LAS ISLAS SAGRADAS
«Ya he dicho que nuestra visita a Tiahuanaco coincidió temporalmente con el Chuño y Corpus Christi. La población del lugar, como por supuesto la de toda la región, es india, pues los sacerdotes, funcionarios y terratenientes blancos son tan pocos que casi no vale la pena enumerarlos. Estos indios pertenecen a la familia aymara, que difiere de la quechua, y constituyen una raza más morena, más taciturna y más cruel. Su celebración de la fiesta del Chuño, una ceremonia que data de antes de la conquista, y de la fiesta de la Iglesia eran igualmente notables y, por arrojar alguna luz sobre sus prácticas primitivas y condición actual, probablemente son dignas de una breve mención.
He mencionado una variedad de papa acre entre los principales artículos alimenticios de la Sierra. Se vuelve más apetitosa que cuando se la emplea en su estado natural, y más capaz de ser conservada, al extenderla en el suelo y exponerla durante algunas semanas a las heladas de la noche y el sol del día, hasta que se convierte en chuño, momento en que se la almacena para consumo. El chuño acababa de ser almacenado cuando llegamos a Tiahuanaco, y en la segunda noche después de nuestra llegada comenzaron los preparativos para celebrar el acontecimiento mediante un gran abandono a la chicha y cañazo, con los alborotos correspondientes en diferentes partes de la aldea, extrañamente compuestos de vivas, aullidos, alaridos y chillidos, nada propicios para el sueño y no del todo tranquilizadores para quienes viajan en medio de un pueblo notoriamente triste, celoso y vengativo. En la mañana del tercer día, al partir hacia las ruinas, observamos que en los lados de la plaza se alineaban vendedores de chicha, chupe, pastelillos ordinarios y charqui o tasajo, y que se habían erigido varios puestos en diversos lugares de la plaza. Durante el día las campanas de la iglesia repicaron incesantemente; hubo una fusilería irregular de cohetes y un redoble incesante de tambores, interrumpido o en todo caso alternado por las agudas notas de la siringa o flauta de Pan y los fieros y salvajes gritos de los jaraneros.
Nunca olvidaré la extraordinaria escena que nos sorprendió a nuestro regreso al pueblo por la tarde. Las calles estaban desiertas y toda la población del lugar estaba reunida en la plaza, agrupada a lo largo de sus lados, donde brillaban fogatas alimentadas con tallos de quinua, mientras que la parte central de la plaza estaba ocupada por cuatro grupos de danzadores y danzadoras, vestidos con trajes corrientes, si se exceptúa el hecho de que los hombres en cada grupo tenían pañuelos o cuadrados de género de algodón de diferentes colores que estaban atados, a la manera de insignias distintivas, sobre sus hombros derechos y caían sobre sus espaldas. Llevaban tocados de plumas o penachos de variados colores, alargados mediante trozos de caña, que se elevaban hasta una altura de 1,5 a 1,8 metros, como una sombrilla invertida, desde una faja firmemente ceñida alrededor de la frente.

Cada hombre tenía debajo del brazo izquierdo un rústico tambor, de gran circunferencia pero bajo, que golpeaba con un palillo que sostenía en su mano derecha, mientras que con la izquierda se llevaba a la boca una flauta de Pan, que difería por su tono y tamaño de la de su vecino. En cada grupo había varias mujeres, todas vestidas de azul, pero que, al igual que los hombres, llevaban pañuelos de géneros de diferentes colores que cruzaban sus pechos por sobre sus hombros izquierdos. También llevaban sombreros o tocados de papel rígido, el ala perfectamente plana y redonda, plegada y cortada como para representarla figura convencional del sol con sus rayos. La copa se componía de tres piezas semicirculares, colocadas en forma triangular, con rayos de diferentes colores que irradiaban desde espejuelos cuadrados colocados en su centro.
Cada grupo bailaba con vigor al son de su música unida, que suplía con volumen lo que le faltaba en melodía salvaje y penetrante, aunque lúgubre; la flauta aguda y el tambor apagado, con frecuentes toques de cuernos de vaca a cargo de aficionados entre los espectadores, llenaban el oído con sonidos discordantes. Cada hombre parecía ansioso de sobrepasar a su vecino con la energía de sus movimientos, a menudo extravagantes; en cambio los movimientos de las mujeres eran lentos y majestuosos. La música tenía su cadencia y sus partes enfáticas eran marcadas con movimientos enfáticos similares en el baile. La »música diabólica» que Cortés escuchó después de ser rechazado por primera vez frente a México, música que duró toda la noche y le causó horripilación, mientras sus compañeros capturados eran sacrificados a Huitzlipochtli, el dios azteca de la guerra, no pudo ser más extraña o más fascinante, más misteriosa o más salvaje que la que resonó en nuestros oídos durante el resto de nuestra estadía en Tiahuanaco.

El festival prosiguió noche y día sin parar, cada vez más frenético y ruidoso, y solo culminó con el comienzo de la fiesta de la Iglesia. Fue un espectáculo extraordinario el de los símbolos del cristianismo y las imágenes de nuestro Salvador y los santos llevados por las calles de Tiahuanaco por un sacerdote tambaleante e indios que hacían eses, mientras los jaraneros del chuño danzaban y tocaban el tambor alrededor de ellos. Los cánticos de la Iglesia se mezclaban con los agudos tonos de la siringa mientras las campanas repicaban y el humo fétido de míseras velas, combinado con el olor de la pólvora húmeda, oscurecía y envenenaba la atmósfera. La saturnalia alcanzó su punto máximo en la iglesia, ante el oscuro altar, cuando la Hostia fue elevada en las inseguras manos del borracho que afrentaba al Cielo y degradaba a la religión, y abandonamos la escena con la clara convicción de que los ritos salvajes de los aymaras solo habían cambiado de nombre, y que el festival que habíamos presenciado era, en sustancia, una repetición detallada de las ceremonias y observancias anteriores al descubrimiento».
© (2021) Texto y fotografías: José María Fernández Díaz-Formentí / http://www.formentinatura.com. Prohibida su reproducción total o parcial sin autorización
¡Gracias!
Buenas tardes José María,
Muchas gracias por compartir el artículo del blog. Un saludo, Lourdes
Gracias a ti, Lourdes. Me alegra saber que te ha interesado.