CRÓNICAS DE UNA ERUPCIÓN VOLCÁNICA COLOSAL: EL HUAYNA PUTINA. AREQUIPA, PERÚ, año 1600.

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS: © José María Fernández Díaz-Formentí / http://www.formentinatura.com; extractos de Martín de Murúa, Diego de Ocaña y Bernabé Cobo.
En el año 1600, la joven y próspera ciudad peruana de Arequipa estuvo próxima a transformarse en una nueva Pompeya, esta vez en tierras americanas. El volcán Huayna Putina (4850 m), situado en la sierra sur del Perú -departamento de Moquegua-, entre el lago Titicaca y la costa del Pacífico, reventó en una erupción colosal. Se trató de una de las más masivas habidas en épocas históricas en todo el mundo -y la mayor de América del Sur en los últimos dos milenios-. Ya el jesuita Bernabé Cobo introducía su relación de lo ocurrido con unas frases demostrativas de la magnitud de la catástrofe: «Otro volcán, que últimamente reventó el año de 1600, causó tan grande ruina y destrozo en todo el Perú (…), que no se sabe —de cuantas tormentas de este género refieren las historias antiguas y modernas—, que haya sucedido en todo el orbe otra más brava y espantosa». Lo mismo opinaba Diego de Ocaña, para quien «… cosa semejante después que Dios creo el mundo, no ha sucedido».

El índice de explosividad volcánica, que mide la magnitud de la erupción, alcanzó magnitud 6 («colosal»), similar, por ejemplo, a la del Krakatoa de 1883 -al que incluso superó en intensidad- o el Pinatubo (1991); sirva como ejemplo comparativo la famosa erupción del Vesubio, que sepultó Pompeya en el año 79, la cual alcanzó magnitud 5 («cataclísmica»). Este índice recoge la cantidad de material volcánico expulsado, la altitud que alcanza la columna de erupción, y la duración; la escala va de 0 a 8, pero cada incremento de una unidad indica una erupción 10 veces más potente.
En el caso del Huayna Putina, la cantidad de lava y piroclastos emitidos se estima alcanzó la impresionante cifra de 30 km cúbicos. En cuanto a las partículas expulsadas en suspensión a la atmósfera, la estimación va de 16 a 32 millones de toneladas: la mayor parte eran muy ricas en dióxido de azufre (SO2), que se transforma en ácido sulfúrico y bloquea el paso de la radiación solar, creando inviernos más fríos. Las explosiones fueron tan intensas (cientos de decibelios) que llegaban a escucharse en Lima y otros lugares a más de mil km de distancia.

Su polvo y ceniza llegaron hasta Europa. La columna eruptiva -chorro de gas y ceniza a alta presión- se estima tuvo una altitud de unos 37 km, por lo que alcanzó la estratosfera y alteró el clima de la Tierra: se supone que pudo ser un factor influyente en la intensificación de la llamada «Pequeña Edad del Hielo», debido al bloqueo o reflexión de la radiación solar por las cenizas y SO2; asimismo, por razones parecidas, se considera la causa de la Hambruna Rusa de 1601-1603, que trajo la muerte a dos millones de personas, la tercera parte de la población rusa; los inviernos fueron especialmente crudos también en Suecia, con nevadas muy superiores a las habituales. Incluso se alteraron algunas corrientes marinas.

A 75 km en línea recta de este volcán se encuentra Arequipa. Fundada en 1539-1540, es una ciudad habituada a los terremotos frecuentes y erupciones en los muchos volcanes que la rodean: el más cercano es el Misti, muy cercano y visible desde la ciudad, pero hay muchos más: Chachani, Ampato, Coropuna, Ubinas, Picchu-Picchu, Sabancaya, Hualca-Hualca, etc. Precisamente su convivencia y vecindad con los volcanes aportó a Arequipa el material de construcción distintivo de la ciudad, el sillar blanco y poroso resultante de antiguas coladas de lava ricas en feldespatos y materiales vítreos.

Claustro jesuíta de La Compañía (1690)
Pero en aquella ocasión, la erupción protagonizada por el Huayna Putina fue muy superior a lo visto habitualmente. Por entonces también se le llamaba volcán Omate, topónimo de uno de los pueblos que asentaban en sus cercanías, y que desaparecieron sepultados por la lava y ceniza. Recibió otros nombres, como el significativo de Chequeputina, -«volcán de mal agüero» en quechua-, o el de Huayna Putina -«volcán joven»-, que es el que ha prevalecido.

La erupción sembró el terror en la población: los españoles suponían se trataba de algún castigo divino, por lo que se recurrió a constantes oraciones y procesiones religiosas; los indígenas lo atribuían a algún intento de venganza de su dios de los volcanes, rayos y aguas, Tunupa. Lo cierto es que tuvo un enorme impacto económico en la región, además de causar centenares de pérdidas de vidas humanas. La propia ciudad pudo ser sepultada por la ceniza, a modo de una Pompeya americana, de no haberse moderado la lluvia de ceniza gracias a los vientos predominantes, que iban hacia el mar.


Aparte de la erupción y la lluvia de ceniza, ríos notables -como el Tambo que pasa junto al volcán- se represaron con la ceniza y la lava, reteniendo las aguas hasta reventar esos diques y crearse avenidas devastadoras que arruinaron las vegas y zonas de cultivo. Fray Martín de Murúa, testigo de todos estos hechos, se lamentaba diciendo: «Porque quien vio a esta (ciudad) tan próspera, tan rica, tan opulenta, tan llena de gente, y la ve ahora tan pobre, tan miserable, tan desdichada, tan sola, casi podrá decir aquí fue Troya, pues ya casi solo quedan las memorias».

Por fortuna, tres religiosos dejaron los acontecimientos recogidos en escritos con detalle. Fray Martín de Murúa, de orden de la Merced, se encontraba en Arequipa por entonces -«lo cual puedo afirmar yo como testigo de vista, que a todo me hallé presente en la dicha ciudad»-, y le dedica a esta erupción el capítulo XXII del libro III de su Historia General del Perú, significativamente titulado «De la miserable ruina que vino a la ciudad de Arequipa». Lo mismo hizo fray Diego de Ocaña, que llegó a Arequipa en 1603 para «ver y saber lo que había sucedido». El fraile estuvo cuatro días en la ciudad, hospedado en el convento de San Francisco, y recogió al dictado el testimonio del contador de la hacienda real, Sebastián de Mosquera, quien por su puesto se tenía por hombre serio y honrado; lo completó con datos aportados por «otras personas, todas honradas y fidedignas», teniendo así la certeza de que lo que había «escrito es como en efecto pasó». Ocaña lo incluyó en su manuscrito ilustrado, que se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Oviedo, y que se ha editado con diferentes títulos (Viaje por el Nuevo Mundo, A través de la América del Sur, etc).

Por último, el jesuita P. Bernabé Cobo vivió tres años en Arequipa, aunque en esa época estaba en Lima, y poco tiempo después recogió testimonios vívidos de las personas que estaban en la «ciudad blanca» y de indígenas de pueblos cercanos al volcán, que huyeron a refugiarse en la urbe. El texto, que Cobo incluyó en su maravillosa obra Historia del Nuevo Mundo (Libro II, cap. XVIII), es asimismo una crónica muy interesante. Murúa, Ocaña y Cobo nos describen día a día lo ocurrido, por lo que extractando sus respectivas crónicas se puede recomponer un diario de los hechos. Los tres nos hablan de los temblores, estruendos, flujos de lava, piroclastos, lluvia densa de ceniza, destrozo o desaparición de pueblos, terrenos de cultivo, avenidas de aguas, etc. Al final también veremos el testimonio y la lámina del autor indígena Felipe Guamán Poma de Ayala referente a esta erupción, que incluyó en su Nueva Corónica y Buen Gobierno a inicios del siglo XVII.


El Huayna Putina comenzaba su explosión. En la imagen, cumbre del volcán Tungurahua (Ecuador) en erupción.
VIERNES, 18 DE FEBRERO DE 1600:
Al poco de oscurecer, comenzaron a sucederse constantes temblores de tierra en la ciudad, cada vez más frecuentes e intensos, que se prolongarían hasta el domingo; con todo no se derrumbó ningún edificio notable, aunque sí algún muro. Además se escuchaban y explosiones debidas al volcán, aunque los arequipeños, refugiados en la ciudad, aún no sabían bien de donde procedían. La gente estaba sobresaltada y temerosa. Los indígenas que vivían en pueblos cercanos del volcán hacían ofrendas y algunos se inmolaban para aplacar la ira del mismo.

Murúa:
«Habiendo antecedido, por doce días continuos, algunos temblores de poca consideración antes del viernes de la primera semana de Cuaresma, que fueron dieciocho de febrero de mil y seiscientos años, esta noche arreció que parecía hervir la tierra, y nadie se aseguraba ni atrevía a estar debajo del tejado, casi pronosticando en mal que se les aparejaba.
(…) El viernes y sábado, antes que reventase el volcán, diez y ocho y diez y nueve de febrero, en la furia de los temblores, mucha de la gente de estos pueblos, a la falda del cerro, ofrecieron lana de colores y otras cosas que solían antiguamente, y algunos indios e indias desesperando se arrojaban vivos en las quebradas y concavidades que se iban abriendo del volcán».

Ocaña:
«Primeramente, viernes, que se contaron 18 de febrero de 1600, comenzaron a las siete horas de la noche algunos temblores de tierra, con tanta frecuencia que casi se alcanzaban unos a otros, aunque aquella noche no hicieron daño en los edificios, pues no fue cosa de consideración algunas paredes que cayeron».
Cobo:
«A 18 días del mes de Febrero, viernes de primera semana de Cuaresma del año de 1600, como a las nueve horas de la noche, se comenzaron a sentir en aquella ciudad algunos temblores de tierra, que duraron hasta el domingo siguiente; los cuales, desde la hora que empezaron, se fueron apresurando y haciendo más recios, de manera que no sólo fueron creciendo en cantidad, sino también en fortaleza. Todos, desde aquella hora, desampararon sus casas, porque se caían algunas. Poco después sonaron muy grandes y espantosos truenos, a manera de artillería gruesa, tan de cerca como si se dispararan dentro de la ciudad, y con apresuración tanta, que se alcanzaban los unos a los otros».

SÁBADO, 19 de FEBRERO
Los temblores se hacen más intensos: se estima alcanzaron intensidades de 9 en la escala de Mercalli o de 7-8 en la de Ritcher; se caen algunas casas. Se escuchan fuertes estampidas y explosiones a distancia, a modo de truenos o disparos de cañones. Por la tarde se cubre el cielo de ceniza, que empieza a caer en forma de arena blanquecina. La gente lo observa con curiosidad al principio, pero pronto se percatan de la gravedad de la situación, al comprobar su acumulación y peso sobre los tejados. Angustiados, y sin saber qué estaba ocurriendo realmente, muchos vecinos piden confesión, y al menos uno murió, tal vez de un infarto. Las estampidas se acentúan en la noche, y junto con los fuertes temblores imposibilitan el sueño.
Murúa:
«El sábado siguiente arreciaron los temblores y fueron más a menudo, y tales que se cayeron algunas casas; y como a las cinco de la tarde, comenzó a obscurecer el cielo hacia la banda de la costa de la mar. Y de unos cerros, llamados Sucavaya, salían y se oían terribles y espantosos truenos y relámpagos, que duraron hasta la oración. Entonces empezó a llover cantidad de arenilla blanca, pero tan poca que la cogían en las capas para mostrarla como cosa de prodigio, y, en anocheciendo fue cayendo y cargando la lluvia de ceniza, aunque tomada entre las manos tenía alguna aspereza, y apretada entre los dedos quedaban de ella algunos granillos negros que relumbraban algo y daban muestras de metal quemado; y con la noche se fue aumentando, de manera que en pequeño espacio cubrió el suelo y duró hasta las once de la noche, que a esta hora acabó de llegar la tempestad de truenos y relámpagos, que con la furia que traían, parecía venirse el cielo abajo, y que se hundía la tierra.

Y todo el infierno lo ocupaba el aire, y muchos imaginaron que los espíritus de él traían aquella oscuridad revuelta con fuego y ruido. Aún se dijo públicamente en el pueblo que ciertos soldados se determinaron ir fuera de él, hacia la parte donde venía aquella tempestad, para certificarse de qué procedía; y llegando al matadero, que está a las últimas, vieron unos bultos negros y horribles que les causaron tanto pavor y espanto que, al momento, sin poder pasar mas adelante, se volvieron (…). Y es cosa averiguada que de asombro murió un hombre.
Dentro de poco días estaba el pueblo con esto confuso y absorto, sin saber de dónde se causaba aquella inundación y con temor tan grande, que nadie tenía seguro de amanecer vivo. Y así andaban atónitos los hombres por las calles e iglesias, pidiendo confesión, y fue de suerte que la mayor parte de la gente la hizo, y los que quedaron fueron por falta de confesores bastantes, y hubo personas que había más de ocho años que estaban olvidados de este sacramento, y esta noche lo pidieron a él con gran devoción. En la mayor furia de esta tormenta, entró en la ciudad un ermitaño que vivía dos leguas de la ciudad, al parecer de buena vida, desnudo, con una cruz en la una mano y una piedra en la otra, dándose en los pechos y pidiendo a voces misericordia y, provocando con lágrimas al pueblo a penitencia, y se le juntó mucha gente admirados de su fervor».

Pintura colonial del Señor de los Temblores.
Museo de la Nación, Lima.
Ocaña:
«Y el sábado siguiente arreciaron los temblores de la tierra con tanta furia, fuerza y violencia, y tan a menudo que, aunque los remezones que daban las paredes de las casas eran de rato en rato, jamás el suelo dejaba de estar alterado y temblando con continuo movimiento, de manera que hicieron sentimiento algunos edificios y parecía cosa sobrenatural el tenerse y no caer, según era grande la fuerza que traían los temblores recios que hubo aquella noche y todo el día del sábado. Fueron más de ciento cincuenta temblores que movían las paredes de una parte a otra, que cada uno traía apariencia de asolar la ciudad, dando con esto Dios nuestro señor aviso a la gente para que se comenzasen a apercibir para el mayor daño que después vino.
El dicho sábado, entre las cinco y las seis de la tarde, estando el cielo muy condenso de nubes y una niebla como las que suele haber en España en tiempo de invierno, se oyeron unos truenos tan grandes que pareció que la máquina de los cielos se disolvía; y no eran como suele otras veces sino como si dispararan piezas de artillería, los cuales se oyeron en muchas leguas alrededor; y así los oí yo yendo caminando más de doscientas leguas de Arequipa. Y miraba al cielo, y como lo veía claro y advertía que no eran truenos, dije a los compañeros que iban conmigo «¿qué artillería es ésta que dispara el cielo?» Por gran portento tengo esto. Hasta que llegamos a la ciudad de Santiago de Tucumán y supimos la pérdida de esta ciudad de Arequipa.
Y como aquel ruido de aquellos truenos había sido un pedazo de cordillera que había reventado -el cual arrojó de sí tanta ceniza que por todo el Perú se tendió-, comenzó pues en Arequipa a llover una arena un poco gruesa, como la que hay en las playas de la mar excepto que ésta no era redonda sino pedacitos partidos de piedra pómez, como purificados por fuego, muy blanca y sequísima, y entre ella alguna margarita resplandeciente plateada, y alguna ceniza entre ella. Y la gente, viendo llover aquello, lo cogían y envolvían en papelitos para guardar y enviar por curiosidad a otras partes. Y fuese tanto aumentando el llover ceniza y con tanta abundancia que en poco espacio cubrió los tejados y suelo y campos más de media vara en alto, y se descaían las casas y los techos con el grandísimo peso. Y la que envolvían en papelitos para enviar a otras partes, la llevó el viento hasta México, y en Sonsonate (El Salvador) dañó la fruta del cacao, que aquel año se perdió toda. Y fueron más de mil y tantas leguas las que por la parte de abajo y por la parte de arriba llegó hasta el Tucumán (Argentina), que hay más de quinientas leguas (2300 km) quedando todos los campos y árboles cubiertos de ceniza, que cosa semejante después que Dios creo el mundo no ha sucedido.

Cuadro colonial en la Catedral de Cuzco, Perú.
Y toda aquella noche del sábado hubo unos truenos tan espantosos que no se sabe haber oído cosa de mayor ruido que lo que entonces se oía todas las veces que el volcán disparaba aquel fuego. Y así no hubo persona que en toda aquella noche ni en los ocho días siguientes durmiese ni reposase, porque en cuarenta horas estuvieron en perfectas tinieblas sin saber si era de día o de noche, ni qué hora era por no haber quedado reloj ni cosa con cosa, entendiendo todos que era el fin del mundo por el fuego grande y globos que el volcán arrojaba. Y entonces no sabían que había sido el volcán sino que era fuego del cielo; y como tenemos por fe que ha de ser por fuego el último fin, entendieron realmente que entonces era y que ya era llegada la última hora».
Cobo:
«Otro día, que fueron 19, a las cinco de la tarde comenzó a oscurecerse el cielo con grande exceso, y fue creciendo la oscuridad, de suerte que parecía más que de negro nublado que trae grande aguacero; y lo que de él llovió fue una arena blanca tan gruesa como granos de mostaza, y en tanto exceso, que el temor de ella hizo posponer el de los terremotos; y así les era forzoso entrarse en sus casas. Fue creciendo esta segunda noche la tormenta, de manera que desde las diez hasta la mañana, fue siempre siendo mayor el ruido de los truenos y fuerza de temblores, con gran suma de relámpagos y otras luces por el aire como de estrellas errantes, que pasaban de unas partes a otras con tan grande y temeroso ruido, que manifestaba ser obra más que natural.
Lo que caía de las nubes era la arena referida, con que se cubría lo llano y las sierras, los árboles, las casas y los animales de todos géneros; de modo que bramidos y temblores de tierra y lluvia de ceniza hacían guerra a un tiempo; lo cual causaba notable temor, porque lo que podía ser remedio para lo uno (protegerse en casa de la lluvia de ceniza), era peligro más conocido para lo otro» (derrumbe por terremoto).

DOMINGO, 20 DE FEBRERO
Durante la noche y la mañana continuó cayendo ceniza con intensidad, con olor a azufre, y al punto de peligrar los tejados por el peso; los vecinos la quitaban para evitar el colapso de los mismos. La mañana estaba tan oscura por las nubes de ceniza que parecía la noche y se debía circular con antorchas por las calles. La ceniza se infiltraba por todas partes, incluso entre el pelo y la barba; además cegó las acequias de riego, conducciones de agua y cauces fluviales. Se veían «bolas de fuego» -posibles piroclastos- cruzando el cielo oscuro de ceniza. Salvo un ermitaño, nadie había llegado del exterior con noticia alguna del origen o extensión de lo que estaba ocurriendo. La gente, aterrada, pedía confesión a los sacerdotes, viendo el fin cercano.
Murúa:
«A las dos de la noche fue Dios servido cesase su tempestad de truenos y relámpagos por las ocasiones, disciplinas y exorcismos que en todos los monasterios hubo; pero no cesó el llover ceniza ,y de color no tan blanca como la pasada, la cual daba de sí un olor hediondo de piedra azufre. Y en Lima, que está ciento y setenta leguas de Arequipa, la costa abajo, y Arica, más de setenta, se oyeron los truenos que el volcán de sí echaba, y afirman que eran a la manera de tiro de artillería y al sonido y respuesta dellos; y muchas personas entendieron que eran los navíos del Rey que habían salido en busca de un inglés corsario y peleaban en la mar. Pero en Arequipa, con estar más cerca del volcán, no se oían sino truenos naturales y de los ordinarios, acompañados con tan grandes relámpagos, que duraba la claridad de uno de ellos casi un avemaría. Esta noche se vieron salir, de la parte donde era la tempestad, infinitos globos de fuego que atravesaban todo el cielo. Hubo muchos penitentes azotándose y con cruces (…).

Poco claro, a las ocho del día amaneció el domingo veinte del mes, lloviendo ceniza. Salió el sol y duró hasta las diez, que se oscureció tan tristemente, que la una del día era noche tan cerrada que fue necesario andar con lumbres por las calles; y como a las tres aclaró algo, pero fue una claridad dudosa y confusa. Tornó de nuevo a llover ceniza, causando desconsuelo porque, según las señales que había, no parecía cesaría la tormenta hasta la última destrucción de la ciudad; y más que hasta entonces se ignoraba la causa de tan prodigiosos y espantables efectos».
Ocaña:
«El domingo por la mañana -al parecer, porque todo era oscuro y andaban por las calles con hachas (antorchas)- determinaron de descargar los tejados, porque los techos se caían con el peso de la ceniza; y no se pudo hacer enteramente por falta de los indios, que todos habían acudido al remedio de sus maíces, que estaban por el suelo y cubiertos de cenizas. Y así aquel año no hubo cosecha de nada, y como la hierba quedó cubierta de aquella ceniza hasta el día de hoy, todo el ganado pereció, y las cabalgaduras en que podíamos huir murieron de hambre; y los pájaros y las demás aves se venían
a las casas, y se metían entre la gente y se dejaban tomar. Valieron después las comidas mucho (…) Y los indios se huyeron a otras partes.

Pintura colonial del Monasterio de Santa Teresa, Arequipa.
Fue la falta que hubo de confesores grande, porque aunque había muchos religiosos de todas órdenes, para confesar a toda una ciudad y de tanta gente no bastaban en un día, y así se confesaban de cuatro en cuatro, sin poderlos detener; y se hincaban de rodillas a los pies de los confesores, y decían sus culpas a voces, todos cubiertos de ceniza, barbas y cabeza, entendiendo todos ser hundidos aquel día.
Las acequias de la ciudad, por donde venía el agua, se cegaron de todo punto, y el río, con la mucha ceniza, se estancó y estuvo sin correr todos aquellos días, porque el agua que corría se embebía en la mucha ceniza que caía; y dejaron de moler los molinos y el trigo que había, que era mucho, quedó enterrado en las eras; y así fue grande la hambre que había, aunque la gente andaba tal que no se acordaban de comer.

Hubo este sábado y domingo tanto globo de fuego en el aire que causaban espanto; y en estos dos días no vino persona ninguna de fuera que pudiese dar noticia de dónde había procedido tan grande daño. Y así pasaron en perpetuas tinieblas hasta el lunes, que el día amaneció con un poquito de claridad, como cuando hay luna y está el cielo nublado».
Cobo:
«Amaneció el domingo de la misma suerte, habiendo llovido ceniza toda la noche sin cesar; y era tanta la que había caído, que fue necesario descargar aprisa los tejados, para que por su peso no se cayesen las casas. De medio día para arriba se fue oscureciendo más, de manera que a las dos de la tarde era noche tan oscura, que nadie conocía al que encontraba, para cuyo remedio traían lumbres grandes por las calles. A las cuatro aclaró algo el cielo, volviendo a caer otra arena, que duró tres horas».

LUNES, 21 DE FEBRERO
El día amaneció algo más claro, pero después de las 8-9 de la mañana volvió a oscurecerse y a ser necesarias las antorchas en las calles. El ambiente era de una luz rojiza y volvió a caer ceniza, ya más fina. Se comenzaron a hacer procesiones de penitencia, con todos los vecinos ensuciados de ceniza. Tras las procesiones, los vecinos permanecieron en la plaza de Armas, frente a la catedral, consolándose y acompañándose.
Murúa:
«Lunes amaneció más claro, aunque el sol en todo el día se mostró, y a las ocho (de la mañana) se tornó a cerrar, de manera que hasta las tres de la tarde parecía de noche y fueron necesarias lumbres, aunque no como el domingo antes. Llovió ceniza hasta la noche, y en ella se vieron estrellas y alguna claridad que causó consuelo. Este día se juntó todo el pueblo en la iglesia mayor, y fueron con solemne procesión a Santa María, una iglesia que está fuera de la ciudad, que es abogada de los temblores, y la trajeron y hubo un devoto sermón a la puerta de la iglesia mayor, (…), y a la noche se hizo una devota procesión de disciplina con un crucifijo y Nuestra Señora del Rosario».

Ocaña:
«Lunes después de las nueve, al parecer de la mañana, volvió el día a oscurecerse, tanto que con las luces andaban por las calles las personas, y lloviendo siempre ceniza, aunque ya más delgada. Y comenzaron a hacer algunas procesiones y a pedir a Dios misericordia, porque hasta este día no se atendió a otra cosa más que a las confesiones. Y se hizo una procesión de sangre, en la cual iban todos descalzos, así frailes como seglares, todos con reliquias en las manos, porque cada uno tomaba aquello con que mas devoción tenía. Iban todos las cabezas descubiertas, llenas de cenizas cara y barbas y vestiduras; todos tan desemejados que los que se iban azotando no tenían necesidad de capirotes porque no se conocían los unos a los otros.

Tantas cadenas, tantos grillos, tantos hombres aspados, tantas penitencias y tan ásperas hubo en esta procesión cuanto jamás ha habido en el mundo. Derramóse mucha sangre; todos los niños y mujeres con piedras en las manos, dándose golpes en los pechos, y todos dando voces y gritos con lágrimas en los ojos, no habiendo rostro de ninguna persona enjuto por de duro corazón que fuese. Y así esto es más para llorar y sentir que no para escribir.

(… En la procesión) llevaron a la imagen santísima de Nuestra Señora de la Piedad, que no se oía otra voz ni otro canto sino esta palabra de piedad, la cual iban todos pidiendo. La santa imagen no se (a)parecía, aunque llevaban muchas hachas (antorchas), sino de muy cerca, toda blanqueando de ceniza. Y todos los hombres descubiertas las cabezas, y en ellas y en las barbas tanta ceniza que no se conocían los unos a los otros; y las luces de la procesión apenas se parecían. Y volvieron con la procesión a la iglesia mayor, quedándose todos en aquella plaza sin saber que hora era ni si era de noche o si era de día. Y con verse todos allí juntos, parece que se consolaban unos con otros; y así fueron pocas las personas que se fueron a sus casas».

Cobo:
«A los veintiún días estuvo todo cerrado de un color entre rojo y pálido, que ponía horror mirarlo, por lo cual fue necesario todo él traer luces para cualquiera ministerio. Este día volvió a oscurecer el cielo, aunque no tanto como el pasado, y cayó ceniza otras tres horas».

MARTES, 22 DE FEBRERO
Continuó la lluvia de ceniza, fina y blanquecina, aunque sin la oscuridad ambiental de días precedentes. Por contrapartida, arreciaron los temblores de tierra.
Murúa:
«El martes amaneció más claro que los demás días, de suerte que se pudieron ver los cerros de alrededor del pueblo; llovió todo el día ceniza, y al alba hubo un temblor algo grande y entre día otros pequeños».
Ocaña:
«Amaneció el día con un poco de claridad; y por el tiempo que habían estado sin luz les pareció que era el martes. Este día fue algo más claro, aunque no vieron el sol en todo el día. Cayó este día menos ceniza y más delgada que al principio; pero hubo muchos temblores de tierra».
Cobo:
«A los veintidós. amaneció del color pálido y rojo que antes había tenido, y volvió a llover ceniza desde las nueve hasta las tres de la tarde a manera de un polvo blanco que ponía áspero el cabello y barba, así como si fuera de piedra pómez molida».

MIERCOLES, 23 DE FEBRERO
Prosiguen los temblores, aunque más débiles. Se incrementan los problemas derivados de la caída de ceniza desde hace cuatro días: las conducciones de agua se taponan y escasea el suministro. Hay una creciente falta de alimentos.
Murúa:
«El miércoles amaneció algo oscuro y, aunque después aclaró, no se vio el sol y llovió dos horas ceniza, y creció hasta este día un palmo en alto por toda la ciudad, con cuyo peso se hundieron algunas casas, y fue necesario que las demás se descargasen de la ceniza. El río, con venir muy crecido, estuvo seco que apenas se oía, y todas las quebradas cercanas al volcán se secaron, y el río de Tambo que es muy caudaloso, estuvo tres días que no corrió, y otra vez doce días y, saliendo de madre, fue con tanta furia que asoló todo el valle sin dejar heredad ni ganado, mulas, caballo y sementeras y cañaverales, que todo lo llevó y asoló».
Ocaña:
«El miércoles siguiente fue de la misma manera, con alguna claridad, pero el sol como si no le hubiera. Y hubo también algunos temblores, pero no tan recios ni con tanta violencia como los pasados. La necesidad de comida fue grande. El agua que bebían era toda llena de ceniza».
Cobo:
«Los dos días siguientes (miércoles y jueves), aunque no fueron muy oscuros, con todo eso no se vio en ellos el sol».

JUEVES, 24 de FEBRERO
Fue un día de relativa mejoría y esperanza. Aunque los temblores prosiguieron, se detuvo la lluvia de ceniza y el cielo se despejó algo, pudiéndose ver las montañas próximas a la ciudad, y en la noche la luna y las estrellas.
Murúa:
«El jueves no llovió (ceniza) e hizo el día claro, y la noche, en que se vieron la Luna y estrellas».
Ocaña:
«El jueves siguiente hubo también temblores. Y el día amaneció con más serenidad y comenzáronse a ver los cerros circunvecinos a la ciudad, y no llovió ceniza».

Procesión religiosa en el centro histórico de Lima.
VIERNES, 25 de FEBRERO
Día de nuevo oscuro, sin claridad en el cielo, con caída de ceniza fina. Continúan las explosiones, temblores, procesiones y rogativas, recurriéndose en ocasiones a exorcismos para ahuyentar al demonio causante de esa tragedia.
Murúa:
«El viernes amaneció nublado, oscuro, y a las ocho del día se cerró más y comenzó a llover ceniza, y este día tembló la tierra muy recio, y la ciudad vino al convento de Nuestra Señora de las Mercedes a pedir la imagen de Nuestra Señora de Consolación, que es de gran devoción y que ha resplandecido con milagros, y esta tarde, juntas las religiones y el común del pueblo, la llevaron con toda la decencia posible a la iglesia mayor por nueve días, y hubo sermón en ella».
Ocaña:
«El viernes siguiente fue el día nubloso, de suerte que no pareció por parte ninguna del cielo claridad alguna, y llovió tierra muy menuda. Hízose este día una procesión general, pero no de sangre, desde la iglesia mayor a nuestra Señora de las Mercedes. Llevaron en esta procesión la imagen devotísima de nuestra Señora de Consolación; y todos los religiosos de los conventos descalzos y con mucha devoción; Y todo el pueblo iba de la misma manera. Hubo sermón, y aquel día y otros atrás se hicieron algunos exorcismos y conjuraron las nubes algunos sacerdotes con vestiduras sacras».
Cobo:
«El viernes, a los veinticinco, volvió a enturbiarse el aire, con tan poca luz como a la hora que quiere anochecer al fin del crepúsculo, y cuanto más cerca de la noche, crecía más la oscuridad, con algunos truenos y temblores».

Catedral de Arequipa, por la noche.
SÁBADO, 26 de FEBRERO
Día aciago: tras una noche por fin despejada, desde el amanecer la oscuridad se hizo total, cayendo una ceniza rojiza con más intensidad que nunca. Su acumulación dificultaba ya el tránsito por las calles y las procesiones. El peso de la misma hizo derrumbarse el tejado de la catedral. Los animales montaraces buscan refugio en la ciudad.
Murúa:
«Sábado, veinte y seis, habiéndose visto a las tres de la mañana la Luna muy clara, amaneció cuando apenas se pudo echar de ver era llegado el día y, al instante, se volvió a cerrar la cosa más tenebrosa y lóbrega que jamás se vio, porque ni con la lumbre se acertaba a andar por las calles ni entrar en las iglesias, y luego empezó a llover ceniza con más furia que al principio, y diferenciaba en la color que tiraba como a bermeja».
Ocaña:
«El sábado siguiente fue uno de los más espantosos días que los humanos han visto ni oído decir, porque amaneció con tan extraordinaria oscuridad como la más oscura noche, por oscura que haya sido; porque encontraban los unos con los otros por las calles, y si no traían luces y velas, no se veían; y así andaban por las calles con luces. Y fue tanta la tierra que llovió que entendieron ser enterrados vivos, de suerte que subió por algunas partes dos varas y ya no se podía andar, por parte ninguna ni conocían sus casas los dueños. Y así se recogió toda la gente a la iglesia mayor (catedral) para que allí quedasen los cuerpos de todos enterrados; (…) tratando todos de que se dijese misa de réquiem por todos, por la poca esperanza que tenían de vida, contándose ya todos por muertos; y viendo que con el mucho peso de la tierra y ceniza se venía abajo la iglesia mayor, por ser el techo de madera, como se cayó después que salieron (…) cayendo ceniza sobre todos.(…)

Después que por el reloj vieron que ya era de noche -que siempre lo fue, solo había distinción por las horas- (…) Llevaron a san Francisco, el Santísimo Sacramento y la imagen de nuestra Señora y de santa Marta con mucho trabajo, por no poder ya andar, hasta la cinta la ceniza de las calles.»
Cobo:
«A los veintiséis no hubo día, porque todo el fue noche tenebrosa sin rastro de luz; y caía tanto polvo de la manera referida, que era forzoso descargar a menudo los tejados de él, encendiendo luces para haberlo de hacer. A lo cual sobrevinieron tantos y tan crueles estallidos y temblores de tierra, que todas las sabandijas salieron de sus cuevas, y muchos animales bravos se vinieron á buscar la gente a la ciudad, como menesterosos de favor y faltos de ánimo para sufrir tan espantosa tormenta, y amedrentados de tan gran calamidad».

Catedral de Arequipa al oscurecer.
DOMINGO 27 de FEBRERO:
A las 8 de la mañana cesó la lluvia de ceniza, que se reanudaría al oscurecer y hasta medianoche. Durante el día el ambiente aclaró algo, aunque con unas tonalidades rojizas o más oscuras y amenazantes. Llegó a la ciudad un español con dos indios huyendo desde el pueblo de Omate, lo que trajo las primeras informaciones de la situación en el exterior. En la noche sintieron el mayor terremoto habido desde el inicio de la erupción.
Murúa:
«Duró el llover (ceniza) hasta el domingo a las ocho del día, que aclaró y cesó y recibió el pueblo gran consuelo, porque había cuarenta horas que duraba la oscuridad, desde el viernes a las seis de la tarde. Este día fue de confusión, temor, lágrimas y suspiros, y se renovaron las penitencias, limosnas, confesiones, votos y promesas, porque todos entendían ser llegado el último día de su vida y aun del mundo. Todos se recogieron a la iglesia mayor y, estando diciendo misa en medio de aquellas tinieblas, se oyeron en la capilla cantar golondrinas (…).
(La gente) anduvo todas las iglesias, hallándose en ellas grandes y pequeños, los rostros al parecer difuntos del desmayo, miedo y confusión, y de pies a cabeza cubiertos de ceniza, y a cada ruido o temblor les parecía era el último instante de su vida. (…) y por momentos se hincaban de rodillas, dando voces a Dios y pidiéndole misericordia. (…). Esta noche se quedó el pueblo, hombres y mujeres a velar y dormir, por las iglesias, queriendo acabar la vida en ellas, como veían tan portentosas señales y especialmente un temblor, el mayor que hasta allí se había oído, y hasta media noche llovió con gran fuerza ceniza y de allí adelante disminuyó.

El domingo sí aclaró algo y hubo procesión (…). Este día estuvo el cielo de un color bermejo y negro, y con poca claridad, y toda la noche llovió ceniza, de suerte que sobre las casas la había de alto de un palmo».
Ocaña:
Pasada, pues, esta gran tormenta del sábado, comenzó a mejorar el tiempo, y vino un hombre español del pueblo de Omate. Dijo que venía caminando por cerca de allí y toda la ciudad acudió luego a saber de él qué nuevas traía del camino. El cual vino a pie y con mucho trabajo, por habérsele muerto el caballo como se murieron de hambre en aquellos ocho días todas las cabalgaduras; y así aunque quisieran salir de la ciudad no tenían en qué. El cual hombre había andado en todos aquellos ocho días perdido por el campo, desatinado de la ceniza, por haber cubierto los caminos; hasta que caminando, vuelto el rostro al aire que venía de hacia la mar -como hombre que era muy cursado de aquella tierra-, vino a dar con la ciudad.

Entorno de las punas de Quiscos y nevado Ampato, Arequipa.
Y dijo que, viniendo él caminando con dos indios que con él entraron por aquel paraje de Puquiña, vino de repente tan grandísima tempestad de piedras vivas como piedra pómez, y tanta tierra que parecía que todo el mundo se hundía; y que en breve tiempo se hallaron todos cercados de tierra y piedras, que no podían caminar; y que venía esta tierra revuelta con tanto fuego que quemaba donde caía; y que no pudiendo sufrir los golpes de las piedras, se metieron debajo del caballo para repararse de la tempestad.
Y que viendo que duraba tanto el caer tierra, temiendo quedar allí enterrado quitó la silla al caballo; y que la puso en la cabeza para defensa de las piedras que caían de las nubes; y que venía diciendo a los indios que debiera de haber algún mundo allá arriba y que se. venía abajo, pues tanta tierra y piedra llovía. Y venían las piedras culebreando con tanto ruido y ímpetu que no estaban en sí de espanto y admiración que tenían. Y que llegando a un río que está allí cerca, -que suele llevar mucha agua-, que lo halló todo cegado de la mucha tierra que había caído en él, como si nunca allí hubiera habido agua. (…) Y que con esta tempestad vino caminando (…) con mucha oscuridad, y que no sabía qué día era, ni podía decir otra cosa, porque aún a los compañeros, los indios, no veían muchas veces, y que por eso venían asidos unos de otros».
Cobo:
«Domingo, a los veintisiete: aclaró algo el día, pues dio luz para poder conocerse la gente, si bien la ceniza de lo alto y temblores del suelo no cesaban. Tornóse a oscurecer a las cuatro de la tarde, y desde esta hora se oyeron algunos bramidos que salían de la tierra, tan horribles, que ponían gran pavor».

pero sobrevino luego un espantoso temblor,
y así volvió la tristeza de nuevo; y a las tres de la tarde era ya noche, con tanta tempestad de relámpagos y truenos como la más cruel
de las pasadas» (Cobo).
Iglesia de La Compañía, Arequipa.
LUNES, 28 de FEBRERO
Aunque el día amaneció claro, no se llegaba a ver el sol. A las tres de la tarde oscureció tanto que la gente creyó haber llegado la noche. A las cinco volvió a aclarar, pero se reanudó la lluvia de ceniza, los relámpagos, truenos y un fuerte temblor de tierra.
Murúa:
«El lunes amaneció claro, pero no de suerte que se viese el sol, y a las tres de la tarde obscureció de todo punto, y por no estar el reloj concertado, como no lo andaba nadie, se entendió era de noche y se tañó a oración, y a las cinco de la tarde volvió a aclarar, aunque lloviendo ceniza, y para consuelo vino otro temblor grandísimo».
Cobo:
«A los veintiocho amaneció el día algo más claro, pero sobrevino luego un espantoso temblor, y así volvió la tristeza de nuevo; y a las tres de la tarde era ya noche, con tanta tempestad de relámpagos y truenos como la más cruel de las pasadas; esto cesó por hora y media, porque un recio viento llevó esta tormenta hacia la mar».

MES DE MARZO, AÑO 1600:
Los días y semanas siguientes prosiguieron alternando los periodos claros con los truenos y explosiones, lluvia de ceniza y oscurecimiento del cielo. Poco a poco se fue sabiendo lo que había ocurrido. El volcán Huayna Putina había entrado en erupción, sepultando con lava, piroclastos y ceniza el cercano pueblo de Omate y otros cuatro más. Habían muerto centenares de personas, además de ganados y cultivos.
Murúa:
«Desta suerte se ha ido continuando esta tempestad, tormenta y miseria por más de un mes que, si el día amanecía algo alegre, se tornaba triste, obscuro y tenebrosos con los nublados, cenizas, truenos, relámpagos y globos de fuego que se veían por los aires, y así cada cual podrá imaginar cuál estarían en esta ciudad los vecinos della, con qué aflicción de espíritu y amargura del corazón, esperando por instantes la muerte, y estimando con esta miseria en poco la vida.
Una confusión había general en toda la ciudad, y era no poder averiguar con certidumbre la causa de tantos daños, y de dónde procedía tan horrible y espantosa tempestad; y, aunque se sospechaba sería cierto volcán de hacia Omate, diez y ocho leguas de la ciudad, por haber visto los que de allá venían vomitar llamas y salir humo obscuro de aquel lugar, no había cosa cierta en treinta días, hasta que vino una carta del corregidor de aquel partido, que por su bien estaba en Arequipa, en que le referían la verdad de lo que pasaba, que es negocio temeroso. Era un volcán que estaba entre Omate y Quinistaca, y se llamó Huainaputina que declarándolo dirá: volcán mancebo, porque Putina significa volcán y Huaina, mozo, distante del pueblo de Omate dos leguas, el cual reventó a diez y nueve de febrero.

Lámina en el libro de Murúa Historia General del Perú, representando la oscuridad y lluvia de cenizas sobre Arequipa.
Fue tanta la cantidad y muchedumbre que arrojó de sí y lanzó de piedra, tierra y, ceniza, que, la que cayó en el dicho pueblo y su contorno, pasaba de treinta y dos palmos de altura, los veinte y dos de piedra y los diez de ceniza. Trajéronse a Arequipa algunas piedras, y eran las mayores pómez, del tamaño de un adobe, y las menores como naranjas, el color negro y vetadas como metal y pesadas. Caían espesísimas y hechas una brasa encendida, y ninguna acertaba a indio que no le derribase y descalabrase, y, temerosos los indios de esto, se encerraron en sus casas, donde creció por momentos la piedra, tierra y ceniza, que quedaron todos enterrados en ella para siempre.
De esta tormenta se escaparon hasta quince o veinte indios, que con un cacique llamado don Francisco Cayla se recogieron a un cerro, donde los halló el escribano del corregidor, que fue el que dio el aviso y, llevando frazadas y otras cosas de defensa, pasada la primera tormenta, bajaron hacia el dicho pueblo con grandísimo trabajo, y apenas podían hallar señal de él ni conocerle, si no fuera por las puntas de unos sauces altísimos que estaban en la plaza y la hediondez de los cuerpos muertos de hombres y animales, y en muchos días no cesó el volcán de echar humo, fuego y ceniza y temblar la tierra reciamente; y oyéndose un ruido ordinario y espantoso, y de noche salían de él globos de fuego que parecía abrasaban el aire. De esta manera abrasó y enterró para siempre cinco pueblos, que tenían vecinos, llamados Chiqui, y Omate, Quinistaca, Tasatachen y Collana, sin que de todos ellos escapase ánima viva.

(…) Dicen que tendrá grandísimo circuito la boca, y bien es de entender, a quien considerarse la ceniza que de él ha salido, que llegó hasta Chuquisaca y Potosí por la parte de la Puna, -que son doscientas y cincuenta leguas-, y a Ica por los Llanos- que son más de cien leguas- y hasta el Cuzco de travesía -que son setenta leguas- y en circuito más de seiscientas; y que el altor, (espesor de la capa de ceniza) en partes, era de treinta y dos palmos (7,3 m), y en otras a cuatro (3,35 m) y a tres y a dos y a una vara (0,83 m) y a media; en la que menos un palmo (casi 23 cm), sin lo que en el mar y ríos se consumió.
Anduvo entre los indios de la comarca una superstición, diciendo que se habían juntado a consulta el volcán que reventó y el que está sobre la ciudad de Arequipa (Misti), y le dijo que reventase; y el de Arequipa le dio por respuesta que no lo haría, por ser como era cristiano y llamarse Francisco; y de las palabras y enojos que tuvieron, resultó el de Arequipa darle al otro un encontrón que le hizo reventar. (…)
Como refiero arriba, no hubo jamás en treinta días uno seguro, porque, si alguno amaneció claro y sereno, luego se obscurecía, de manera que parecía noche tenebrosa, y los aires que se levantaban y con ello la ceniza ahogaba la gente y la hacía estar encerrada, y por todas partes se vio esta desdichada y afligida ciudad rodeada de trabajos y aflicciones».

Ocaña:
«Después, acá lo que se sabe es que reventó un gran pedazo de cordillera, a la cual no ha podido llegar nadie para ver de cierto qué parte fue la que reventó, con haber tres años y medio que sucedió esto que escribo, por estar algunas leguas antes la ceniza tan alta, que hay cerrillos de ella como sierras de arena. (…) Tiene una propiedad extraña esta ceniza, que es tan sutil que no hay cosa que esté guardada de ella: y en las cajas muy cerradas y guardadas están las ropas llenas de esta ceniza; y cuando de algún cerro se desmorona alguna cosa de esta ceniza, corre como arroyo de agua y se lleva cuanto topa por delante; y así derribó muchas bodegas, y paredes pasaba de una parte a otra, y cosas sucedieron de gran maravilla, como era sacar de las bodegas las tinajas del vino y llevarlas a otra parte con tanta facilidad y presteza como si fuera una avenida de un río muy caudaloso».

Cobo:
«A los veintinueve (de febrero) y el otro día (1 de marzo) hubo alguna quietud y serenidad, y otro día (2 de marzo) volvió a oscurecerse todo y caer la ceniza que antes. Pero desde este día se fue amansando la tormenta, y la ceniza fue siempre en diminución, aunque no tan aprisa que no queden hasta hoy en Arequipa y su comarca muchas reliquias de esta calamidad.
Bien entendieron los de aquella ciudad luego que comenzó á llover ceniza, ser la causa de tan extraña tempestad algún volcán que reventaba de los que hay en su distrito; pensaron los dos primeros días que salía de uno muy grande que estaba tres leguas de la ciudad (el Misti), mas presto echaron de ver no ser así; sospechóse que debía ser el de los Ubinas. Al fin, no supieron con certeza de dónde les venía el daño, hasta que a cabo de diez o doce días, que aclaró algo el tiempo, vinieron a la ciudad algunos indios de los que se salvaron de seis pueblos que, por estar cercanos al volcán, se asolaron. De los cuales, y de otras muchas personas, -así indios como españoles, que a distancia de seis á doce leguas del volcán lo vieron reventar y estuvieron á la mira de cuanto sucedió-, se supo haber sido el de Omate el que había reventado; que no poca admiración causó, porque nunca se habían recelado de él, porque jamás le habían visto echar fuego ni humo, y también por estar tantas leguas apartado de la ciudad.

Erupción en el volcán Tungurahua (Ecuador).
Súpose cómo la primera tarde de la tormenta, lanzó al reventar tan gran copia de humo negro, con los estallidos y truenos dichos, que oscureció el cielo y cubrió de profundas tinieblas diez o doce leguas [60 km] de su contorno, que duraron quince días, sin que en ellos se distinguiese el día de la noche. Salió a vueltas del humo una llamarada de fuego de tan prodigiosa grandeza, que parecía llegar desde la tierra al cielo, al cual se siguió la ceniza y piedra pómez. Junto con esto, se abrió por el pie del cerro una gran boca, y brotó por ella un grande y furioso río de fuego, que corrió por espacio de legua y media [8-9 km] abrasando cuanto topaba, de manera que dejó los árboles hechos carbón, y la tierra por donde pasó cocida y tan dura como viva peña. Estaban a la sazón obra de setenta indios en aquellos campos recogiendo sus mieses, y abrasó los más de ellos.

Entorno de Quiscos, Arequipa
Las piedras que con la ceniza lanzaba, salían hechas brasas que parecían globos de fuego; eran de diferente grandeza, unas como medianas tinajas, otras tan grandes como dos botijas peruleras, otras como una, como la cabeza de un hombre, como grandes bolas, como el puño, y a este modo de todos tamaños, hasta parar en un polvo tan sutil, que apenas tenía cuerpo. Caían a diferente distancia unas más lejos que otras, conforme su grandeza: [a] una legua del volcán (5,5 km) del tamaño de dos botijas, a dos leguas, como una, a más distancia, tanto menores cuanto más lejos caían.
Era tan grande la cantidad de estas piedras encendidas, y subían tan altas, que mirando al cielo parecía estar todo él labrado y hecho una ascua, de las innumerables que por el aire volaban. Los quince días que duró la oscuridad, no cesó el volcán de bramar de día y de noche y de arrojar ceniza y piedras, y la tierra de temblar frecuentemente; los cuales pasados, aunque amansó la tempestad y aclaró el aire, no fue de manera que se pudiese ver el Sol claro por muchos meses, ni por más de ocho dejó de temblar la tierra tres ó cuatro veces al día, ni de salir truenos y ceniza del volcán de cuando en cuando.

Iglesia de La Merced, Arequipa
La turbación y asombro de la gente mientras estas cosas pasaban fue tan extraña, que no se puede explicar con palabras: (…) corrieron todos a las iglesias, atónitos y despavoridos, a pedir misericordia al padre de ella, y suplicarle por el perdón de sus culpas y pecados, que de guarecer sus haciendas y riquezas no hubo quien se acordase ni hiciese caso, pensando ser ya llegado el fin del mundo y de sus días. Persuadidos a esto algunos indios, y olvidados de la obligación de cristianos, se asentaron muy despacio a comer y beber hasta emborracharse, conforme a la bárbara costumbre que tenían en su gentilidad, comiéndose -aunque era Cuaresma-, las gallinas y carneros que tenían, diciendo que, pues habían de morir, no había para qué guardarlos.

Otros de los habitadores de los pueblos cercanos al volcán, por librarse de congoja y de otra muerte más penosa, se ahorcaron. Pero los vecinos de Arequipa españoles y gran parte de los indios se dispusieron para morir como cristianos, recibiendo con gran dolor y lágrimas los Santos Sacramentos de la penitencia y comunión. Estuvieron las iglesias abiertas de día y de noche, y en ellas descubierto el Santísimo Sacramento. Cesaron todos los tratos y oficios de la república, sin atender grandes y pequeños a otra cosa que a hacer plegarias a Nuestro Señor, y procesiones todos los días, y algunas de ellas de sangre.
Andaban los hombres con el perpetuo sobresalto —por no darles lugar a tomar reposo de noche los continuos terremotos y estallidos del volcán—, tan afligidos y quebrantados, que tuvieron por mejor suerte acabar de una vez la vida que dilatarla para atormentar más sus almas, con la vista de tan lastimosos y prodigiosos sucesos (…).

Fueron los bramidos tan diformes y estupendos, que los que se han hallado en alguna fortaleza, como la de Malta, ó en la batalla naval (se refiere a la de Lepanto), no pudieron ser más ofendidos del impetuoso estrépito de la artillería, que lo fueron los vecinos de Arequipa. Los cuales, tras el estruendo de cada estallido temían que se les abría la tierra y caía el cielo encima. Oyéronse a doscientas leguas de distancia (1100 km); y en la ciudad de Lima, que está ciento y sesenta y cuatro leguas (900 km) del volcán, los oímos tan claramente cuantos entonces nos hallamos en ella, que tuvimos por cierto que la armada real, —que pocos días antes había partido del puerto del Callao en busca de un corsario que había entrado a esta mar del Sur por el estrecho de Magallanes—, se había encontrado con él, y que los truenos que oíamos eran de la artillería que en la batalla se disparaban.

LOS DAÑOS POR LA ERUPCIÓN:
Murúa:
«Quedaron los caminos de manera que no se podía caminar, y en parte las cabalgaduras de los caminantes se hundían en la ceniza. Hase perdido y quedado enterrado infinito ganado vacuno y ovejuno, y en las lomas muchas mulas que allí se criaban, porque se cegaron los pastos y se ocultaron las aguas.

en el entorno de Arequipa.
En la ciudad se siguió luego hambre, por haberse desbaratado los molinos, y en todas las casas se morían las bestias, y no quedó en el cielo ave, golondrina, paloma tórtolas, gorriones, aunque todas no murieron, y en el valle de Víctor, las tórtolas, en el tiempo de la obscuridad, acudían a las partes y aposentos donde veían lumbre, y se sentaban junto la gente y se dejaban tomar, ciegas y flacas, y las vicuñas y huanacos de la Puna andaban abobadas y se metían entre la gente y murieron muchísimas, y las sabandijas de la tierra no quedó ninguna; no quedó chácara de maíz que se pudiese aprovechar, porque cubiertas de cenizas, se perdió y, como estaba en flor, no hubo remedio ninguno para ello.

Por otra parte los indios, vista la perdición de sus chácaras, ayudados de sus usos y abominaciones antiguas, dieron en comerse todas las aves, cuyes y carneros que tenían, aunque era cuaresma, diciendo que se acababa el mundo y querían morir hartos. Colgaban perros vivos por los pies y les daban muchos golpes y azotes, diciendo que con aquello se acabaría la tempestad, y se empezó a creer entre ellos que en ciertos días se había de hundir toda la tierra y abrasarse. Así iban huyendo y dejaban sus casas.

Todos los árboles frutales de la ciudad se perdieron, porque se desgajaron y arruinaron sin quedar cosa en pie y los sauces, de que había diferentes alamedas, los destrozó tronchándolos y derribándolos y en las higueras no quedó hoja. Pues semejantes males bien se pudieran llevar, si las haciendas y heredades del valle de Víctor y Siguas, que están a siete leguas de Arequipa, quedaran en pie y de provecho, pero a la hora que llegó a Arequipa cayó sobre el valle otra inundación de ceniza más brava y temerosa, que pasaba de media vara de alto la que había. La segunda obscuridad que también le alcanzó, la acrecentó de manera que se hundieron muchas bodegas y se asolaron infinitas heredades, y las que en general corrieron más riesgo, fueron las que estaban en partes bajas y arrimadas a cerros, porque, como la ceniza no hacía asiento en ellos, antes se deslizaba, bajaba corriendo con tanto ímpetu, que parecía avenida de agua, y a modo de una corriente furiosa discurría por las heredades, llevándose por delante cuanto topaba, y enterrándolo todo y quebrando las vasijas. Así, viñas, olivares y cañaverales quedaron perdidos sin que diese género de cosecha alguna, y ha sido tanta la ruina que no se espera en muchos años volverán en sí, y se entiende el daño pasó de dos millones de ducados.
Sucedieron cosas monstruosas y notables y casi increíbles, si no se vieran y palparan con las manos (…). En el valle de Quilca perecieron cinco personas, y en el de Paica tres, pues en los valles de Tambos, Majes, Moquegua, Camaná, Ocaña sucedieron cosas lastimosas y para referir con lágrimas, porque no quedó en ellos olivar, cañaveral, ají, sementeras y viñas que no asolase; y aún sucedió, un olivar que estaba junto a la mar, arrancallo de raíz la ceniza y lo llevó hasta la mar, donde se veían andar los árboles».

Viñedos en el entorno del valle de Pisco, Perú.
Ocaña:
«El daño que causó no se puede decir, pues de solo el valle de Víctor se cogían cada año ciento cincuenta mil arrobas de vino y todo este valle está perdido, porque la mucha piedra pómez que cayó, represó y detuvo el río, que no corrió en doce días; y después reventó el agua y se llevó todas las viñas, quedando todo asolado y con tantas piedras que, aunque el tiempo mejorara, no fuera más de provecho. En la mar, por la parte donde entra este río, fue tanta la ceniza que cayó allí y piedra pómez que, con tener el río de Tambo -que así se llama- más de dieciocho brazas por la mar en hondo, ha hecho allí una isla como si en toda la vida allí hubiera habido mar, sino que parece que desde el principio
fue isla; y ha quedado tan firme que no se ha disminuido. Y así los pilotos en muchos días no pudieron tomar el puerto, porque lo desconocían por aquella nueva isla que la ceniza hizo en la mar. (…) Sea Dios bendito que tal castigo envió sobre esta ciudad, tomando por instrumento una cosa tan leve como es un poco de ceniza; pero ésta fue tanta que durará toda la vida.

Lo que yo puedo decir de esta ciudad es que tiene vestigios de haber sido de las mejores del Perú, la más rica y la más regalada, porque un año con otro entraban en ella setecientos mil pesos para emplear en vino y ahora no alcanzan un poco de maíz; pero trigo se coge y se da lo que es menester; las viñas no llevan fruto, todo se les va en rama y no madura la uva por falta del calor del sol; pues en todos los días que allí estuve, nunca vi el sol, sino la luna muy colorada, y a las dos de la tarde ya es noche y es menester encender velas. Y me decían a mí, viéndome afligido que aquéllos eran días de gloria para ellos. Y es la ceniza tan sutil, que en haciendo un poco de viento la levanta en tanta abundancia que oscurece el sol, y tarda todo el mes en volverse a asentar, y así, como siempre hay viento, siempre hay
ceniza en el aire.
El temple de la ciudad era bueno y de mucha frescura y frutas y de muchas huertas y recreaciones; las mujeres hermosas y en el tiempo de su prosperidad bien tratadas y de muchas galas y joyas, y en lo que toca a vicio como en las demás partes de las Indias, amigas de fiestas y de holguras. Y gente muy caritativa y limosnera; y gente principal y muchos caballeros que todo el año gastaban en fiestas. (…) Hay mucha ceniza y con ella mucha mala ventura y necesidad. Dios los remedie y se compadezca de ellos».

Planicie con cenizas del volcán Cotopaxi, Ecuador.
Cobo:
«Los daños y calamidades que causó esta tan terrible tormenta, fueron de inestimable valor; si bien es verdad que lo que della menos daño hizo fue lo que puso mayor pavor y espanto á las gentes, como fueron los horribles truenos ó bramidos del volcán, los continuos y apresurados terremotos, las tinieblas y relámpagos del aire (…)
Cayéronse con los temblores de tierra muchos edificios de la ciudad de Arequipa y de otros pueblos de indios de la comarca, y los que quedaron en pie quedaron muy atormentados. Derrumbáronse cerros y laderas, que atajaron la corriente de algunos ríos. Pero de donde nació el mayor daño, o por mejor decir, todo él, fue de la excesiva cantidad de piedra pómez y ceniza que del volcán salió, la cual cayó en las tres o cuatro leguas alrededor del (16-22 km), dos o tres lanzas en alto. Quedaron enterrados en ella seis pueblos de indios, y con una lanza de ceniza sobre las casas. Llamábanse estos pueblos, Omate, Lloque, Tarata, Colaña, Checa y Quinistaca. (…) Murieron en estos pueblos, con los que huyendo de la tempestad mataron las piedras, como doscientas personas.

Proveyó Dios (…) que al tiempo que reventó el volcán corriese viento de tierra, que arrojó a la mar gran cantidad de ceniza, y la demás derramó por más de trescientas leguas; con que fue menor el daño que recibieron los pueblos de la banda de Barlovento, de donde soplaba el viento, que a no suceder así quedaran la ciudad de Arequipa y los pueblos de indios de su contorno sepultados debajo de muchos estados de ceniza. Y con todo esto, cubrió el suelo una tercia en alto por más de cincuenta leguas [300 km] a la redonda de aquella ciudad, con que murieron todos los ganados y aves, porque a todos faltó el sustento. (…) Están hasta hoy los campos y cerros aún no limpios de (la ceniza), la cual está tan sutil, movediza y suelta, que en partes no se puede andar por encima de ella, porque se hunden las personas y cabalgaduras, y en soplando viento recio, levanta espesas polvaredas, que grandemente enturbian y oscurecen el aire.
Perdiéronse con esta tempestad no solamente los frutos y cosechas de aquel año en toda la tierra que alcanzó, sino también muchas huertas (…). Desgajáronse con el peso de la ceniza los árboles, tapáronse las acequias, cegáronse los caminos, por los cuales en muchos meses no se pudo caminar sin riesgo de la vida: porque, colmándose de ceniza las quebradas secas y los cerros y laderas altas, ayudada de la declinación de la tierra y con la fuerza de su peso, corría como furioso raudal de río, con tanto ímpetu, que arrebataba cuanto cogía por delante. Anegáronse con estas avenidas algunos hombres y gran suma de ganados; destrozaron y asolaron viñas y olivares; derribaron edificios; lleváronse algunas bodegas (…). Asolaron estas avenidas y corrientes de ceniza muchas heredades y tierras de labor, que no han sido más de provecho.

Los ríos, -que se represaron con la gran copia de piedra y ceniza que cayó en ellos-, cuando, rompiendo las represas, corrieron muy crecidos e impetuosos, hicieron muy gran estrago en los campos y heredades de sus riberas. El que mayor daño causó fue el río de Tambo, que es muy caudaloso, y a la sazón que reventó el volcán iba crecido y de avenida, por ser verano. Pasa este río por el pie del volcán, a donde, con los temblores que empezó la tormenta, se cayó un pedazo de cerro sobre el río en una angostura que hacía, el cual atajó su corriente; y con la piedra y ceniza que sobre él caía, creció la represa, de manera que estuvo detenido veintiocho horas; y revolviendo el agua hacia atrás río arriba, se extendió por donde halló lugar, y hizo una laguna de cuatro leguas (22 km). Y después que reventó esta represa y el río corrió á la mar, llevando por delante gran cantidad de piedra y ceniza, se represó luego otra vez en una estrechura que hacían unas altas rocas seis leguas más abajo (…) con que se formó una laguna de siete leguas (40 km).
Acaeció en estas represas una cosa de grande admiración, y fue que, con la lluvia de piedras inflamadas que arrojaba el volcán en ellas, se calentó el agua de suerte que hervía como lo hace una caldera puesta al fuego, con que se coció cuanto pescado había en el río y lo que al entrar en la mar alcanzó su agua; y así se hallaron en las riberas de la mar grandes montones de lizas, pejerreyes, camarones y otros pescados cocidos que las olas echaron fuera, sin lo que quedó enterrado en la ceniza y arena.

Cuando el río abrió camino, rompió con tanta fuerza las represas, que con la furiosa avenida que corrió hasta la mar por espacio de veinte leguas, destruyó y asoló todo el valle de sus riberas, que era muy ameno y fértil y estaba lleno de huertas y heredades, arboledas y cañaverales de azúcar, y gran suma de ganados que allí pacían. Y eran tan terribles las olas y remolinos que iba haciendo, que a los que huyendo de su furia se habían subido a las laderas y cerros, ponía grima el mirarlos.
Dio en la mar, con tan inmensa cantidad de piedra pómez, ceniza y maleza que había barrido del valle, que hizo retirar las olas y ensanchó la playa medio cuarto de legua; robó todas las tierras de labor del valle, arrebató los ganados, arrancó y destrozó las arboledas; finalmente, lo dejó tal, que lo que antes era hermosas y apacibles huertas, quedó hecho un seco pedregal, lleno de arena, ceniza y cascajo y de todo punto infructífero y estéril. No se pueden sumar los grandes daños y pérdidas que resultaron de la terrible y lastimosa tormenta que causó la reventazón del volcán, que sin duda pasaron de diez millones de pesos.»
LA ERUPCIÓN EN LA OBRA DE GUAMÁN POMA
El cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala también recoge esta erupción, que representa además en una lámina de su obra Nueva Corónica y Buen Gobierno, terminada a inicios del siglo XVII. Así, nos dice en su texto:
«LA CIVDAD DE ARIQVIPA: Reventó el volcán y cubrió de ceniza y arena la ciudad y su juridisdicción, comarca; (en) treinta días no se vido el sol ni luna, estrellas. Con la ayuda de Dios y de la virgen Santa María cesó, aplacó.
(…) Todos se quieren como hermanos, así españoles como indios y negros. (Pero) Le fue castigado por Dios, como reventó el volcán y salió fuego; y se asomó los malos espíritus, y salió una llamarada y humo de ceniza y arena, y cubrió toda la ciudad y su comarca, adonde se murieron mucha gente; y se perdió todas las viñas y ajiales y sementeras.
Oscureció treinta días y treinta noches. Y hubo procesión y penitencia, y salió la Virgen María, todo cubierto de luto. Y así estancó y fue servido Dios y su madre, la Virgen María. Aplacó y pareció el sol, pero se perdió todas las haciendas de los valles de Maxi. Con la ceniza y pestilencial de ella, se murieron bestias y ganados».
Guamán Poma recoge, asimismo, en su lámina referente a Arica la afectación de esta villa costera por la ceniza volcánica:
«LA VILLA DE ARICA: también fue cubierto de ceniza del volcán toda la cordillera de la mar».
BIBLIOGRAFÍA:
MURÚA, Martín de, Historia General del Perú. Varias ediciones (ej. en Crónicas de América, de Historia 16, nº 35)
OCAÑA, Diego de, Manuscrito sin título propio, editado con diferentes títulos: A través de la América del Sur (Colección Crónicas de América, Historia 16), Viaje por el Nuevo Mundo: de Guadalupe a Potosí, 1599-1605 (Biblioteca Indiana. Centro de Estudios Indianos, 2010).
COBO, Bernabé, Historia del Nuevo Mundo. Varias ediciones (ej. en Biblioteca de Autores Españoles, tomo XCI, I y II).
GUAMÁN POMA DE AYALA, Felipe, Nueva Corónica y Buen Gobierno. Varias ediciones. La primera, facsímil, editada por el Institut D’Ethnologie de París en 1936; otras ediciones posteriores son las de Murra en Historia 16 -Colección Crónicas de América- o la de Franklin Pease en el Fondo de Cultura Económica.
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José Masaveu Herrero
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