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MACHU PICCHU (IV): PLANIFICACIÓN y CONSTRUCCIÓN DE LA CIUDAD/ City planning and development

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© Texto y fotografías: José María Fernández Díaz-Formentí

Quizá ningún enclave arqueológico del mundo supere en belleza escénica a Machu Picchu. El lugar en que asienta es realmente impresionante y hermoso, y aunque todo el mundo conoce la imagen clásica de la ciudad con el Huayna Picchu al fondo, se queda sin ver lo que hay a ambos lados, un extraordinario circo de montañas inacabables, cañones, valles, selva y nieves. Uno de los mayores valores de la ciudad es su armónica integración en el espectacular paisaje. Construir una centro urbano hoy en día en un lugar así crearía una fortísima polémica al suponer el destrozo de un paisaje único: sin embargo Machu Picchu no sólo no ha destrozado el paisaje, sino que incluso lo ha embellecido aún más, admirándonos de la armonía que se puede conseguir entre la creación humana y la naturaleza. Este es uno de los principales valores que le ha merecido el reconocimiento de las personas de todos los continentes, que lo han incluido entre las 7 Nuevas Maravillas de la Humanidad.

Secto

Aunque la clásica imagen de Machu Picchu es conocida por casi todo le mundo, quien no lo haya visitado desconoce el extraordinario entorno en que asienta, un circo de montañas inacabables, cañones, valles, selva y nieves

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La magia del lugar y las emociones que suscita han creado el caldo de cultivo para numerosas explicaciones y suposiciones sin apenas base científica, e incluso turismo esotérico, que intenta sacar provecho del encanto del lugar proponiendo captaciones de energía y cosas así. Eran muchas las dudas y enigmas que me planteaba Machu Picchu hasta que mi comprensión y valoración del lugar cambió por completo cuando leí un libro extraordinario,“Machu Picchu. A civil engineering marvel», escrito por un prestigioso arqueólogo, el Dr. Alfredo Valencia Zegarra en colaboración con un destacado ingeniero civil estadounidense, Kenneth R. Wright. Ambos realizaron un exhaustivo estudio de la ciudad analizando como fue planeada y construida, y como se fueron resolviendo los problemas que planteaba. El libro fue publicado en el año 2000, y su versión en español («Machu Picchu. Maravilla de la ingeniería civil») en el año 2006. Basándome en parte en las descripciones de este libro y de otros muchos, así como de mi experiencia personal tras más de 10 visitas al lugar, expondré una síntesis de lo que hoy sabemos acerca de la planificación y construcción de esta ciudad inca.

PLANIFICANDO LA CIUDAD

Cuando Pachacútec decidió fundar en la ladera de Machu Picchu una llacta o célula de colonización, que además sería su hacienda real de descanso vacacional, seguramente puso en graves aprietos a sus ingenieros y arquitectos. Imaginemos el lugar aún intocado y salvaje: una cresta uniendo dos montañas, flanqueada por ríspidos precipicios cubiertos de rocas graníticas y selva impenetrable…

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Los visitantes de Machu Picchu deberían dedicar unos minutos a imaginar el esfuerzo constructivo que supuso edificar la ciudad en un lugar como este. Hoy existen caminos incas, escaleras, andenes, carreteras para autobuses, etc., pero cuando Pachacútec decidió establecer una llacta y hacienda real aquí el lugar era salvaje, agreste y escabroso, en la cresta entre dos montañas, cubierto de rocas, selva y precipicios. La decisión del emperador puso en graves aprietos a ingenieros, arquitectos y encargados de la logística. En esta imagen modificada en el ordenador he intentado recrear el aspecto original que podría haber tenido el lugar antes de comenzar las obras en el siglo XV, sin disponer de ruedas, poleas, caballos, etc. Debajo, su aspecto actual.

Vista desde la llamada Casa del Guardián, Machu Picchu, Cuzco, Perú © Formentí 010 completa

La obra se presentaba muy compleja. A las dificultades arquitectónicas y de ingeniería se sumaban las derivadas de la logística, para abastecer de alimentos, refugio y materiales a la horda de trabajadores desplazados que serían necesarios. Pero era el deseo del emperador, a quien además le gustaba especialmente la arquitectura y los retos constructivos. Lo primero era planificar y proyectar la ciudad, antes de comenzar los movimientos de tierras…

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Como otras llactas y haciendas reales, Machu Picchu tiene un barrio alto (izquierda) y otro bajo (derecha), separados por amplias plazas. Vista de la ciudad desde la cima de la montaña de Machu Picchu, a una altitud 600 metros superior.

Las llactas y asentamientos urbanos incas tienen una serie de elementos y equipamientos comunes, que suelen aparecer en todas ellas, aunque a veces puede estar ausente alguno de esos elementos. Habitualmente hay un barrio alto (Hanan) y bajo (Hurin), separados por una plaza de cierta importancia. En el barrio alto suelen encontrarse construcciones relacionadas con el culto religioso («templos») y otras residenciales para la nobleza.

Templo Sol

En el barrio alto (Hanan) se encuentran los edificios más importantes, relacionadas con el culto religioso o las residencias de la nobleza. En la imagen el que se supone fue Templo del Sol.

En el resto de la ciudad se edificaba una plataforma ceremonial (ushnu), el acllahuasi o «Casa de las Escogidas» (Vírgenes del Sol), unas kallankas o galpones de gran tamaño, un sistema de abastecimiento de agua con fuentes o «pacchas» asociadas, almacenes o «qolqas» (para alimentos, ropa y armas), y por supuesto un área agrícola extensa para abastecer de alimentos a la ciudad. Además, había que conectar la ciudad con el resto del imperio, construyendo caminos que salvasen las dificultades necesarias (puentes, túneles, etc) para engarzar con el resto del sistema vial del imperio.

Conjunto 16

Se supone que el conjunto 16, situado en el barrio bajo o Hurin, corresponde al Acllawasi o «Casa de las Escogidas», donde se encontraban las llamadas «Vírgenes del Sol», dedicadas a servicios religiosos y de la clase real.

Machu Picchu cuenta con prácticamente todos esos elementos, con excepción tal vez de la plataforma ceremonial elevada (ushnu), si bien nos parece que esta estructura podría haber estado en construcción cuando la ciudad fue abandonada (sector del Templo Inconcluso, junto a la llamada Roca Sagrada). Los ingenieros y arquitectos incas conocían las necesidades y exigencias que imponía Pachacútec para sus llactas y asentamientos urbanos, así que comenzaron la planificación teniendo en cuenta que sería necesario dotar al lugar de todos esos elementos, y además asegurar su durabilidad en un lugar lluvioso y escarpado como este.

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La primera necesidad fue localizar fuente de abastecimiento de agua para la futura ciudad. La falla de Machu Picchu tiene grietas en la roca que colectan el agua infiltrada en el suelo y la canalizan hasta hacerla aflorar en un manantial al sureste de la ciudad. Desde allí los incas construyeron un canal de piedras cortadas y talladas, de 749 m de longitud y 25 m de desnivel.

Lo primero de todo era localizar fuentes de abastecimiento de agua para la futura ciudad. El asentamiento se encuentra entre dos fallas geológicas, una al norte (que se corresponde con el precipicio vertical que muestra Huayna Picchu) y otra al sur, entre la ciudad y la ladera que asciende a la cumbre de la montaña de Machu Picchu. Las grietas de las fallas colectan el agua infiltrada en el suelo y que corre por la ladera, canalizándola entre sus anfractuosidades hasta que aflora de nuevo en un manantial. En el caso de Machu Picchu, los incas localizaron uno en la ladera del cerro homónimo (falla sur), y además estaba algo más alto (25 m)  que la futura ciudad. La captación del agua se cuidó especialmente: se construyó un muro permeable de más de 14 m apoyado en la ladera que recoge las aguas que rezuman en la pendiente. En la base del muro, una acequia recoge las aguas que gotean y fluyen desde el muro, prolongándose dicha acequia en un canal que lleva el agua a la ciudad, atravesando las terrazas agrícolas.

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El canal (en el centro) atraviesa la zona agrícola antes de llegar a la ciudad. Para evitar su contaminación con las aguas de uso agrícola de los andenes situados por encima se construyó una ancha zanja de drenaje de dichas aguas (en la foto a la derecha del canal) 

Su longitud es de 749 m y se construyó labrando y acoplando piedras, pero además controlando su inclinación para hacerla lo más regular posible. Para evitar su deterioro, se construyó una terraza destinada específicamente a sostener el canal y a facilitar el acceso para su mantenimiento. También se cuidó su contaminación construyendo una zanja de drenaje por encima de él, de forma que las aguas sobrantes de las terrazas agrícolas situadas por encima (abonadas con estiércol) no fuesen a dar al canal. Con este acueducto la ciudad tenía garantizado un abastecimiento de agua de 20 a 150 litros de agua por minuto, dependiendo de la época del año y las lluvias habidas (podía verter incluso 300 l/min).

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El canal garantizaba un abastecimiento medio de agua de 20 a 150 litros de agua por minuto.

Además de localizar y canalizar agua, había que conocer bien el relieve y sus posibilidades y limitaciones para edificar una ciudad allí. Se comenzó deforestando la zona mediante quema y corte de troncos con hachas de bronce. Ahora los ingenieros podían tener una idea más cabal del relieve del enclave, con sus montículos, peñascos, rocas, depresiones, etc libres ya de vegetación. Algunos de estos elementos del relieve podrían ser remodelados y otros no: estos factores condicionarían el diseño de la ciudad y sus edificios. Por ejemplo el conjunto conocido como Intihuatana asienta en una colina rocosa natural cuyo desmonte hubiese sido muy costoso, así que los planificadores decidieron revestirla de andenes y construir un edificio religioso en lo alto: el conjunto sería imponente, a modo de una gran pirámide. Las zonas con depresiones podrían transformarse en plazas y las elevaciones remodeladas en áreas residenciales o religiosas. Con estas consideraciones, los ingenieros y arquitectos incas elaboraron maquetas de la futura ciudad, posiblemente modeladas en arcilla o esculpidas en piedra, y se las presentaron al inca, quien seguramente propondría o discutiría modificaciones o deseos personales.

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Tras deforestar la zona, los ingenieros podían tener una idea más cabal del relieve, con sus montículos, peñascos, rocas, depresiones,etc. Parte podían ser remodelados y otros no, condicionando el diseño de la ciudad y sus edificios. Así, los hundimientos podían transformarse en plazas; por el contrario, el conjunto religioso del Intihuatana asienta sobre una colina rocosa natural aprovechada para tal fin, revistiéndola de andenes a modo de gran pirámide, y construyendo un edificio o templete en lo alto. Con el diseño final se presentaron maquetas al Inca, que haría nuevas sugerencias.

COMIENZAN LAS OBRAS: LA CLAVE DE LA PERDURABILIDAD.

Aprobado ya el proyecto por el Inca, llegaba el momento de iniciar las obras. Como los actuales peruanos, los incas conocían bien los problemas de una geografía empinada y lluviosa: el riesgo de corrimientos y desprendimientos de tierras y laderas, o «huaycos», que hoy siguen produciendo catástrofes y cortes de carreteras. Por tanto, un factor fundamental era garantizar una adecuada cimentación y drenaje de todo lo que allí se iba a edificar. Esta fue la fase más dura e ingrata de la construcción de la ciudad, y Wright y Valencia consideran que supuso un 60% del esfuerzo constructivo del total, es decir, que casi 2 de cada 3 horas invertidas de trabajo están invisibles bajo el suelo.

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Los incas conocían bien los riesgos de una geografía empinada y lluviosa: los corrimientos y desprendimientos de tierras y laderas. Era fundamental garantizar una adecuada cimentación y drenaje, y esta fue la fase más costosa en la construcción de la ciudad: un 60% del esfuerzo constructivo, aunque también es la clave de la perdurabilidad de la urbe.

Para ello iban a ser necesarios cientos de trabajadores mitayos que tendrían que cumplir con su obligación de trabajar para el inca durante muchos meses moviendo y picando las rocas, cavando zonas, rellenando otras, etc. Había que garantizar que todo ello diese buena cimentación a los edificios futuros, así que se construyeron sólidos muros y diques de contención que quedarían bajo tierra, rellenando compartimentos con rocas y cascajo. De esa forma se facilitaría un buen drenaje de las abundantes aguas de lluvia (2000 litros por metro cuadrado y año), evitándose el encharcamiento  de calles y plazas, así como el deslizamiento de laderas y el derrumbe de edificios. Como afirma Wright, «la infraestructura de drenaje de Machu Picchu y sus características especiales contienen el secreto de su perdurabilidad».

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2 de cada 3 horas de trabajo invertidas en la construcción de la ciudad están invisibles bajo el suelo, en forma de muros subterráneos, rellenos de rocas y cascajo, movimientos de tierras, etc. En esta trinchera abierta por los arqueólogos en la terraza-jardín de la Residencia Real vemos un muro de cimentación, de buena factura pese a ser luego enterrado, y parte de los rellenos de piedra usados para la nivelación y drenaje del suelo que está encima. 

Tener a cientos de trabajadores en este lugar agreste exigiría unas infraestructuras básicas para alimentarlos y guarecerlos, por ello podemos inferir que las primeras construcciones debieron ser los caminos de acceso a la ciudad, el canal de agua y tal vez la zona agrícola. Estas obras facilitarían el abastecimiento, trasiego y remplazo de trabajadores. Tal vez el enorme galpón o kallanka (de casi 50 m de largo y cerca de 250 m2) que se encuentra sobre la llamada «casa del guardián» en lo alto de la ciudad sirvió de alojamiento comunitario para los contingentes de trabajadores en Machu Picchu, y después para los agricultores encargados de los andenes y otros operarios. Asimismo pudo servir de lugar para festividades religiosas de estos contingentes en los extramuros de la ciudad. Los trabajos eran duros: había que picar muchos metros cúbicos de rocas, moverlas con palancas, excavar, cargar tierra, cascajo y grava en canastos y transportarlos para rellenar en otras zonas, cubriéndolas luego con tierra vegetal.

Kallanka

En la parte más alta de la ciudad, sobre la llamada Casa del Guardián, existe un gran edificio (el mayor de Machu Picchu) a modo de galpón de casi 50 m de largo y 250 m2, con 8 portadas con vistas a la ciudad. Este tipo de construcción, llamada kallanka, permitía alojar a un gran número de personas bajo su techumbre vegetal, hoy ausente. Tal vez esta kallanka alojó comunalmente a los trabajadores de Machu Picchu, durante la construcción y también a los agricultores, así como servir de lugar para festivales religiosos de estos colectivos en los extramuros de la ciudad.

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Siempre pensando en el drenaje, se construyó una gran zanja colectora separando la zona agrícola (izq) de la urbana (dcha), que recogía buena parte de las aguas que discurrían por los rellenos de piedra del subsuelo. Equivocadamente algunos lo consideran un foso defensivo.

Siempre pensando en el drenaje, y aprovechando una falla menor que ascendía desde el río, se hizo una gran zanja colectora separando la zona agrícola de la urbana que recogía buena parte de las aguas del subsuelo que discurrían por los rellenos de piedra. Se cuidó muy especialmente la parte subterránea de las futuras plazas que se interponen entre las zonas oriental y occidental de la ciudad, pues como ambas están  elevadas sobre las plazas, estas iban a recoger la escorrentía de ambas zonas urbanas. En una excavación realizada en una de las plazas (junto al llamado Templo del Cóndor) apareció, junto a un muro subterráneo y entre el relleno de piedras, un brazalete de oro. Se desconoce el significado del mismo allí, pero tal vez fue parte de una ofrenda durante las fases fundacionales de la ciudad (algo así como cuando un político actual guarda el periódico del día en una caja junto a la primera piedra que comienza un edificio emblemático).

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Se cuidó muy especialmente el drenaje subterráneo de las plazas interpuestas entre las zonas oriental (izq) y occidental (dcha) de la ciudad, pues iban a recoger las aguas de escorrentía de ambos barrios, más elevados como vemos en la foto. De no estar bien drenada, la plaza se transformaría en un cenagal con las lluvias intensas.

El drenaje fue por tanto un concepto siempre presente, no sólo en el subsuelo sino también en superficie. Por muchas zonas de la ciudad se ven canales colectores junto a muros y escaleras, muros con salidas de drenaje (desde patios y calles interiores) e incluso acanaladuras labradas en las rocas basales anexas a algunos edificios que permitían recoger el goteo de la techumbre vegetal.

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Los abundantes canales colectores junto a muros, andenes y escaleras denotan la importancia que se dio al drenaje.

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Los patios y calles interiores evacuaban las aguas por canales de drenaje que pasaban a través de los muros. Aquí vemos uno de los que drenaban los patios del Acllahuasi, o Casa de las Escogidas (Vírgenes del Sol) hacia las plazas centrales. El piso del patio interior está a nivel del drenaje, al otro lado del muro.

Esta roca, anexa al dorso de un edificio tipo wayrona, tiene labrada una acanaladura destinada a recoger las aguas que goteaban desde la techumbre vegetal, que era mucho más gruesa que la que hoy vemos reconstruida en la parte superior.

Esta roca, anexa al dorso de un edificio tipo wayrona, tiene labrada una acanaladura destinada a recoger las aguas que goteaban desde la techumbre vegetal, que era mucho más gruesa que la que hoy vemos reconstruida en la parte superior.

Aunque extraordinarios constructores, los incas no eran perfectos: pese a sus esfuerzos en la planificación, y como en casi cualquier obra actual, aparecieron problemas durante la construcción. Uno de los más notables para el visitante es el que se ve en el llamado Templo Principal, que no se terminó debido a un importante hundimiento en la pared este, muy gruesa y pesada, para la que no se calculó correctamente la cimentación adecuada (también se ha pensado que lo que ocurrió, más que un error de cálculo, fue un desplazamiento tectónico de la base, teniendo en cuenta que la ciudad asienta en una zona tectónicamente activa). Otro ejemplo no tan apreciable hoy fue el deslizamiento de ladera que afectó a los andenes agrícolas cuando estaban siendo construidos. Dicho deslizamiento desvió la alineación original que tenían las terrazas y obligó a estabilizar el terreno para evitar un desprendimiento mayor, reparando los andenes o rehaciendo sus muros.

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Los incas no eran perfectos, y como en cualquier obra actual de gran envergadura, aparecieron problemas en la construcción: uno de los más notables es el hundimiento de la pared este del Templo Principal (dcha), excesivamente gruesa y pesada para unos cimientos no calculados correctamente, aunque también se ha pensado que podría deberse a desplazamientos tectónicos en la base.

EDIFICANDO LA CIUDAD

La construcción de Machu Picchu  fue realizada en etapas, las últimas de las cuales no llegaron a concluirse. Así, el Templo Inconcluso situado junto a la llamada Roca Sagrada estaba en construcción cuando se abandonó la ciudad. Es un lugar apenas visitado por los turistas, pero de sumo interés por mostrar técnicas constructivas de los incas (rampas temporales para ascender rocas, piedras en fase de ser talladas y encajadas entre sí, etc). Tampoco se concluyó un canal secundario de agua, cuyos bloques estaban siendo tallados y preparándose para ser ensamblados.

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Machu Picchu es una ciudad inacabada. Algunas obras no llegaron a terminarse, como el llamado Templo Inconcluso, muy interesante por ser una obra detenida en plena construcción, lo que nos da informaciones acerca de las técnicas usadas por los incas.

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Tampoco llegó a terminarse un segundo canal de agua. En las terrazas bajo el canal principal hay numerosos bloques tallados con una acanaladura, que no llegaron a ensamblarse entre sí; alguno de ellos quedó abandonado en pleno cincelado del canal. Probablemente un capataz hacía las marcas en cada extremo y el cantero iba labrando el canal que las unía.

Otras veces se alteraban los planes iniciales, y alguna puerta era reconvertida a ventana (un ejemplo se ve en los recintos del Intihuatana); otras ventanas fueron cegadas y transformadas en nichos (el famoso «Templo de las Tres Ventanas», que Bingham suponía lugar originario de la dinastía Inca por coincidir con las tres ventanas de la leyenda de Tamputocco, en realidad tuvo cinco ventanas dando a la Plaza Principal, pero luego dos de ellas se transformaron en nichos interiores). La entrada al Acllawasi también se incrementó en cuanto a la anchura de la puerta planteada originalmente (se aprecia en las muescas hechas en el pedestal). También se encontraron algunos muros bajo tierra que no parecen tener fines de cimentación sino cambios en la planificación del edificio (se halló uno en el Templo del Sol).

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A veces se alteraron los planes iniciales: aquí vemos una puerta que fue reconvertida a ventana en el edificio del Intihuatana.

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El famoso Templo de las Tres Ventanas fue considerado por Bingham el mítico Tamputocco del origen de los Incas, que también tenía tres aperturas. Sin embargo, Bingham no estaba muy atinado, pues el templo no había sido concluido cuando se abandonó y además había sufrido una reconversión en su número de ventanas: originalmente tenía 5, pero las 2 de los extremos fueron cegadas (flechas), pasando a ser nichos interiores.

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Una excavación en el patio del Templo del Sol permitió hallar unos muros enterrados que no parecen ser destinados a cimentación: su refinada factura y hornacinas hacen pensar en un cambio de diseño del edificio cuando ya se había iniciado la construcción.

En una primera etapa, con el agua ya canalizada entrando a la futura ciudad, había que decidir dónde ubicar la primera fuente. Cerca de donde llegaba el canal se encontraba una gran roca bajo la cual había una cueva (los incas sentían veneración por esas cavidades, que comunicaban con la Pachamama y donde acostumbraban a enterrar a sus muertos). Parecía un buen lugar para construir la primera fuente y ubicar a su lado, sobre la gran roca y su cueva, un edificio religioso de importancia. Pero además Pachacútec parecía desear que esa primera fuente estuviese al lado de su futura residencia, y así disponer del agua recién llegada en primer lugar. Por tanto, una vez se decidió el lugar para la primera fuente, en la parte alta (Hanan) de la ciudad, se planificó a su vera los conjuntos más importantes de la ciudad, esto es, el Templo del Sol y la Residencia Real.

Templo Sol

Cerca de donde llegaba el canal a la ciudad se encontraba una gran roca bajo la que había una cueva. Los incas sentían veneración por esas cavidades, que comunicaban con la Pachamama y donde gustaban sepultar a sus muertos. Parecía un buen lugar para levantar un edificio religioso de importancia y una primera fuente. Así se edificó el Templo del Sol sobre la cueva, que a su vez pudo tener funciones de mausoleo temporal.

Desde allí se construyeron una serie de fuentes concatenadas, en total 16, de forma que el agua va pasando de una a otra. Este costumbre de escalonar fuentes aparece en otras llactas y enclaves incas, como en las cercanas Phuyupatamarka y Wiñay Wayna (ambas en el Camino Inca a Machu Picchu), Choquequirao, etc. Se ha propuesto un uso litúrgico de esas fuentes, pero tal vez fuese todo más sencillo y estarían a disposición de los habitantes, donde acudían con aríbalos y vasijas a recoger agua. La excepción podrían ser las fuentes 1 a 3 (la nº 3 es monumental y anexa al Templo del Sol), y la 16 (sólo accesible desde el llamado Templo del Cóndor). Cada fuente tiene en su entorno un pequeño recinto en el que cae el agua y luego es canalizada hacia la siguiente fuente. Ese recinto puede ser monumental como en la fuente 3, de mayor tamaño y rocas naturales delicadamente talladas.

Fuente 3

Desde el entorno del Templo del Sol (arriba) se construyeron una serie de 16 fuentes escalonadas, de forma que el agua va pasando de una a otra. La primera de ellas, al dorso del Templo del Sol, parece haber sido de uso exclusivo del Inca, encontrándose al lado de su residencia. La fuente nº 3, en la imagen, es la más monumental, grande y trabajada, y se encuentra frente al Templo del Sol

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Cada fuente (en la foto la nº 14) tiene un murete cuadrangular con una entrada y alguna hornacina. Parece que los sirvientes de los pobladores temporales de la ciudad (y luego los empleados de mantenimiento el resto del año) acudían a estas fuentes a llenar de agua sus aríbalos, grandes vasijas que eran transportadas a la espalda. Hoy no siempre se ven las fuentes con agua, no porque no funcione el canal, sino porque el agua es desviada y empleada por los trabajadores de mantenimiento de la ciudad. 

Junto a las 16 fuentes se construyó una escalera que además de facilitar el acceso a las mismas, sirve de comunicación directa entre el sector alto (Hanan) y bajo (Hurin), conectando el Templo del Sol y Residencia Real con el llamado Templo del Cóndor. Hay escaleras por doquier en Machu Picchu, lo que no debe extrañarnos en una ciudad ubicada en una geografía  tan irregular. Las que hoy perviven son las realizadas en piedra, aunque en su época tal vez también las había de madera. Con frecuencia están hechas sobre la propia roca natural del terreno, tallándola minuciosamente y completando los peldaños con piedras cuando es necesario. Las dos principales escaleras de Machu Picchu comunican los barrios alto y bajo: una es la de las Fuentes, ya comentada; la otra asciende a la vera de la residencia real, comunicando zonas muy importantes: un posible Acllahuasi (recinto de las Vírgenes del Sol) en el barrio bajo, con la llamada Plaza Sagrada, rodeada de templos importantes, y desde la que se asciende al Intihuatana («piedra en la que se amarra el Sol»). También es muy notable la escalera que discurre junto al gran canal de drenaje, entre la zona agrícola y urbana, y por supuesto las de los caminos que unían la ciudad con la base del cañón o con el camino llegado desde Cuzco.

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Junto a las 16 fuentes se construyó una escalera, que además de facilitar el acceso a las mismas, sirve de comunicación  directa entre el sector alto (Templo del Sol) y bajo (Templo del Cóndor)

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Hay escaleras por doquier en Machu Picchu, lo que no debe extrañar en una ciudad ubicada en una geografía tan irregular. Las más importantes son las que comunicaban los barrios alto y bajo: una era la de las Fuentes (ver foto anterior) y la otra la de esta imagen, que comunicaba el Acllawasi (Casa de las Escogidas o Vírgenes del Sol) con la llamada Plaza Sagrada e Intihuatana, pasando a la vera del recinto destinado a residencia real (a la izquierda)

REFINADA CANTERÍA

Hacia los años 50 del siglo XV, Pachacútec estaba reformando por completo la capital, Cuzco. Poco antes, en sus conquistas se había adentrado por los señoríos collas cercanos al lago Titicaca y quedó admirado al ver construcciones como las tumbas en forma de torreón (chullpas), con las piedras minuciosamente talladas y encajadas entre sí. La perfección en la albañilería era un antiguo arte altiplánico, ya presente mil años antes en la cultura Tiahuanaco, cuyas ruinas también fueron examinadas por Pachacútec. Así lo cuenta el jesuíta P. Bernabé Cobo en su «Historia del Nuevo Mundo» (libro XII, cap. XIII): » Llegó Pachacutic a ver los soberbios edificios de Tiaguanaco, de cuya fábrica de piedra labrada quedó muy admirado por no haber visto jamás tal modo de edificios, y mandó a los suyos que advirtiesen y notasen bien aquella manera de edificar, porque quería que las obras que se labrasen en el Cuzco fuesen de aquel género de labor.» El inca decidió llevarse los maestros canteros collas al Cuzco para aprovechar su sabiduría en el arte de tallar y encajar las piedras, y enseñar su destreza a los albañiles cuzqueños. Emprendió la construcción de gran número de edificios notables «al modelo de los edificios que había visto en Tiaguanaco«. El material de cantería en la capital era más duro y compacto (granitos como la diorita) que en el altiplano (rocas ígneas como la andesita, equivalente de la diorita pero de origen volcánico-magmático y por tanto más porosa).

Muro occ

Inspirado en la cantería de los señoríos collas del altiplano cercano al lago Titicaca, Pachacútec fomentó la mejora en la albañilería inca, dando lugar a un estilo de construcción denominado «Inca Imperial», caracterizado por la exquisita perfección en el tallado y ajuste de sus bloques con formas de paralelepípedos. Este tipo de albañilería refinada se reservaba a edificios nobiliarios y religiosos. En Machu Picchu hay ejemplos magníficos como el muro occidental del Templo del Sol, un detalle del cual vemos en la imagen. Cuando Bingham lo examinó quedó maravillado: la gradual reducción en la anchura de las hileras crea un efecto estético de gran armonía, que hizo a Bingham referirse a este muro como «el más bello de las Américas».

El trabajo de los maestros canteros en el Cuzco, y tal vez los gustos personales solicitados por Pachacútec, dieron lugar a un estilo de cantería y construcción denominado «Inca Imperial». Se caracteriza por la exquisita perfección en el tallado de los bloques, de formas regulares (paralelepípedos), encajados entre sí con total precisión (es imposible introducir una hoja de afeitar entre ellos), en filas regulares. Los muros muestran unos grados de inclinación, de un 4 a 6 % (no son verticales a plomo), y con frecuencia se apoyan en rocas naturales vistas, a las que se ensamblan los bloques con la misma perfección que entre sí. Las puertas, portadas, ventanas y nichos en los muros son trapezoidales. Son ejemplos paradigmáticos el Qoricancha (Templo del Sol y «capillas» aledañas) de Cuzco, el antiguo Acllahuasi (calle Loreto), el sector Intihuatana de Písac, etc. En Machu Picchu aparecen ejemplos espléndidos, sobre todo en el llamado Templo del Sol.

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En el estilo de bloques poliédricos megalíticos las piedras también encajan con perfección, pero los bloques son con frecuencia poliedros de gran tamaño, con numerosos ángulos y formas. Conseguir su encaje debió ser muy complicado. Quizá el ejemplo más notable en Machu Picchu es el llamado Templo de las Tres Ventanas. En Cuzco existen otros imponentes como en la calle Hatun Rumiyoc (Piedra de los Doce Ángulos) o en los bastiones de Saqsaywamán.

Este estilo imperial parece haber sido el preferido por Pachacútec, aunque convivió con otros como el de bloques poliédricos megalíticos. En este último las piedras también encajan a la perfección, pero sus formas no son regulares como en el anterior, sino poliedros de gran tamaño, con numerosos ángulos y formas. Conseguir encajar a la perfección estos bloques debió ser mucho más complicado. Quedan magníficos muros en Cuzco (calle Hatun Rumiyoc, Sacsayhuamán…) y en  ciudades como Machu Picchu (ej. en el llamado Templo de las Tres Ventanas). Otro estilo de albañilería era el «celular», así llamado porque los bloques, también ensamblados con extraordinario ajuste, son de tamaños más pequeños y regulares y recuerdan a las células de un tejido vistas al microscopio. Por último estaba el más rústico o «pirja», donde los bloques apenas eran trabajados.

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En los muros más rústicos («pirja») las piedras eran escasamente trabajadas, lo que no ha impedido su estabilidad con los siglos. Muchos de ellos eran revocados y enlucidos con arcilla pintada.

En Machu Picchu aparecen estos estilos de cantería excepto el celular más típico, pues tal vez este último tuvo más auge en décadas posteriores a Pachacútec, sobre todo en tiempos de su hijo Túpac Inca Yupanqui (en su hacienda real de Chinchero hay magníficos ejemplos) y de Huayna Cápac. No siempre los estilos son puros, y con frecuencia los sillares muestran características intermedias, aspecto almohadillado, etc. La cantería más cuidada y exquisita se reservaba a edificios religiosos y a las residencias reales o de nobles de alto rango. A veces se combinaba con cumbreras no tan refinadas, quizá por quedar parcialmente ocultas por la gruesa techumbre vegetal, o porque se enlucían con arcilla pintada. Los pulcros muros de estilo Inca Imperial no eran enlucidos o revocados para no ocultar su belleza, pero sí aquellos de cantería más tosca (pirja). Para ello se usaba arcilla en varias capas, que a veces era pintada. Además de mejorar el aspecto del muro, dificultaba el asentamiento de arañas e insectos de la selva montana.

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En Machu Picchu abundan ejemplos de sillares de estilos intermedios, con aspecto almohadillado, sin la regularidad del estilo Inca Imperial pero sin llegar a poder clasificarse en el estilo celular, probablemente posterior. En la foto, templo del Intihuatana. Se aprecia el desagüe de la terraza superior.

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A veces las cumbreras se construían en un estilo menos refinado que el muro basal. Tal vez esa zona alta era revocada, enlucida y pintada, y exteriormente apenas era visible dado el espesor de la techumbre vegetal. Edificio de tres paredes, tipo wayrona, junto al Templo del Sol y Fuente Monumental nº 3. El muro basal es poliédrico megalítico y las cumbreras de pirja rústica.

Normalmente la privacidad en esos sectores reservados a la nobleza o a los servicios religiosos se aseguraba mediante una muralla perimetral con una portada trapezoidal. A diferencia de otras portadas trapezoidales de acceso a otro tipo de recintos, las que permitían la entrada a espacios religiosos o residencias de personajes importantes se distinguían por tener doble jamba. Esta es una deducción más basada en el examen de las construcciones incas, pero en el caso de Machu Picchu hay una excepción muy notable que  hace tambalear la hipótesis: la considerada «Residencia Real» tiene una puerta de acceso discreta, angosta, en medio de una escalera sin descansillo y sin doble jamba. Todo ello puede hacernos dudar que la supuesta residencia del Inca no fuese tal.

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Los accesos a sectores reservados a la nobleza o servicios religiosos se efectuaban por portadas trapezoidales de doble jamba, como esta del Grupo de las Tres Portadas en el barrio inferior. 

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Esta portada de doble jamba, semiderruida o inacabada, se encuentra por encima del Templo del Sol y Residencia Real.

Por otra parte, tres de las puertas de Machu Picchu disponen de un aparente sistema de cierre interior, a base de argollas y clavos líticos en el muro para supuestamente amarrar puertas de troncos atados. Las citadas puertas son la que da acceso a la ciudad desde el Camino Inca llegado de Intipunku, la de entrada al conjunto considerado Acllawasi (Templo de las Vírgenes del Sol) y la de la entrada al Templo del Sol. Bingham propuso un conocido esquema de como serían estas puertas de troncos y su fijación, que ha sido unánimemente aceptado. Sin embargo soy algo escéptico con ello. El Inca Garcilaso, en sus «Comentarios Reales de los Incas» refiere que los Incas no utilizaban puertas en sus templos ni en las casas. Todo lo más una cuerda o palo, a veces una cortina, indicaban que el propietario estaba ausente o por alguna razón no se debía pasar. Quizá estas argollas y clavos tenían esa función y no colocar una puerta de farragoso cierre que tal vez se trata solo de una suposición resultante de nuestra lógica «occidental», pero que no parece tener antecedentes andinos.

Esta puerta hallada en el santuario costero de Pachacámac es probablemente similar a la que cerraba el acceso al habitáculo en el que estaba la imagen de este dios. Se trata de una puerta con función delimitadora o indicadora de un espacio vetado, dada su endeble naturaleza, pues cualquier agresión mínima (patada) la desbarataría. Pienso que las puertas de Machu Picchu, cuando existieron en contados lugares, tendrían una naturaleza y consistencia similares, y no las puertas defensivas de troncos que plantea Bingham…

En la expedición de Hernando de Soto al santuario costero de Pachacámac (1533) hay referencia a una puerta que cerraba el acceso al lugar en que se guardaba el ídolo de este dios, que Estete nos describe como «muy tejida de diversas cosas: de corales y turquesas y cristales y otras cosas. (…) y según la puerta era curiosa, así tuvimos por cierto que había de ser lo de dentro». Hace unos años en dicho santuario apareció una puerta en otro recinto que puedo ser similar a aquella. Se trata de una puerta elaborada con palos o cañas entretejidos, forrada con una tela a la que se cosieron conchas de «mullu» (Spondylus sp), que seguramente eran esas «otras cosas» de las que habla Estete. Hay que reseñar que no ofrece ninguna protección física real hacia el interior del habitáculo, y que parece haber sencillamente servido como delimitadora de un recinto ceremonial de acceso restringido, que nadie osaría violar sin autorización. Estete también habla de unos guardas que vigilaban la entrada. Pachacámac era heredero de una antigua tradición cultural costera, cuyo auge había comenzado 5 o 6 siglos atrás, mucho antes de los Incas, que habían incorporado esas tierras y santuario a su imperio unos 50 años antes. Los incas realizaron ampliaciones y construcciones en el lugar, fusionando estilos típicamente serranos con los costeños. Tal vez el tipo de puerta y su función que se describió (y luego se halló) en Pachacámac sea aplicable a las tres portadas de Machu Picchu que tienen un sistema de sujeción interior. Se trataría de puertas para delimitar recintos especiales e indicar que el paso estaba restringido o vetado. Pienso que en un lugar de la naturaleza de Machu Picchu (hoy apenas ningún investigador sostiene su función defensiva o militar) sería innecesario cerrar esos recintos de forma inexpugnable, sobre todo los interiores.

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Los incas no usaban puertas en sus casas. Bastaban unas cuerdas, palos o cortinas de lana o tela para indicar que el acceso estaba prohibido. Algunas portadas de acceso a lugares vedados al público (residencias de nobles, templos, Casas de Escogidas, etc) disponen de aparentes sistemas de sujeción para fijar unas supuestas toscas puertas hechas de troncos amarrados entre sí; la sujeción interior a la portada se aseguraría mediante una argolla superior y unos amarres en las jambas. Un ejemplo lo podemos ver en esta portada del Templo del Sol. En las fotos siguientes vemos los detalles de las piezas de sujeción. Pero tal vez se trate solo de una suposición derivada de nuestros prejuicios «occidentales» respecto a la necesidad de una puerta…

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Detalle del sillar tallado en una de las jambas para amarrar la supuesta puerta lateralmente (¿o sencillamente una cinta?)

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La argolla sobre el dintel proporcionaría una mayor fijación a la supuesta puerta; otra de estas argollas se puede ver en la puerta principal de acceso a la ciudad. Advirtamos que en la argolla no se aprecian signos de desgaste por fricción de cordajes.

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Este esquema muestra la hipótesis planteada por Bingham acerca de como pudo ser el cierre de una de estas puertas, concretamente la puerta principal de la ciudad (National Geographic, abril, 1913). El sistema era ciertamente farragoso y me pregunto si no se trata simplemente de una extrapolación de nuestros prejuicios occidentales respecto a la necesidad de una puerta convencional, dado que los incas no las usaban. 

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Los incas aprovechaban sin problema los afloramientos de roca natural para edificar encima sus construcciones. La maestría en el tallado y ajuste de piedras les permitían adaptar los sillares a la roca natural con la misma perfección que entre ellos. El Templo del Sol (o «Torreón») es un magnífico ejemplo. En la foto siguiente podemos ver un detalle.

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Detalle de la fotografía anterior, donde se ve el exquisito encaje entre la roca natural y los sillares de estilo Inca Imperial. Resulta imposible introducir una cuchilla de afeitar entre ellos, pese a no haberse utilizado argamasa o cemento alguno.

Para levantar un muro se comenzaba por cavar una zanja, intentando buscar apoyo en la roca basal (si esta estaba asomando se tallaba y se construía encima). Luego se rellenaba con bloques líticos que, pese a que no iban a quedar a la vista, se acoplaban con esmero para conseguir buena estabilidad. A partir del nivel del suelo se iba alzando el muro, que habitualmente era doble, con una capa de piedras hacia el exterior y otra al interior. Para dar cohesión entre las dos capas y solidez al muro, a intervalos se colocaban bloques de amarre atravesados, pasando de la capa externa a la interna. Durante la construcción se dejaban protuberancias ocultas en las caras superiores y/o inferiores de bastantes bloques (sobre todo en los esquineros), con concavidades en los que asentaban por encima o debajo para recibirlas. De esta forma las hileras quedaban más sujetas entre sí, sobre todo en muros de estilo inca Imperial o de bloques poliédricos, pues en ambos no se usaba mortero alguno (sí en los rústicos de pirja). Con mucha frecuencia, en la capa interna del muro se dejaban nichos trapezoidales alineados. A medida que se alzaba el muro, su espesor iba descendiendo, en correlación también a la inclinación del 4-6 % que muestra, de forma que en la última hilera, el espesor medio de un muro es de  unos 80 cm.

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Los muros se construyeron adosando dos capas de piedras, una interior y otra exterior. Para darles cohesión y solidez, a intervalos pasan bloques de amarre atravesados de una capa a otra, como vemos en extremo de este muro del Templo Principal (foto izq). Derecha: Los muros incas tienen una característica inclinación de un 4-6%, que hace que el espesor del muro se reduzca a medida que sube (callejuela en el Grupo de las Tres Portadas)

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Parte superior del llamado Templo Principal, donde se aprecian las dos capas de sillares.

Y UNA CRÍTICA… ¿HACIA UNA DISNEYLANDIA INCA?

En este punto debo hacer una advertencia y una crítica. Cuando el visitante examina las construcciones de Machu Picchu, lamentablemente no siempre está viendo los muros incas 100% originales. La ciudad ha sido sometida a varios planes de actuaciones desde hace una centuria. El abandono de 4 siglos en un lugar húmedo y selvático permitió el crecimiento de una exuberante vegetación. Grandes árboles se desarrollaron aferrándose a sus muros y hastiales, lo que trajo consigo la alteración estructural de algunos de ellos e incluso el derrumbe de cumbreras y algún muro. Las tareas que se ejecutaron en el último siglo en la ciudad fueron de dos tipos, unas acertadas y necesarias (consolidación y refuerzo de andenes y muros próximos a derrumbarse, numerando y recolocando piedras en su posición original); otras me parecen desacertadas e innecesarias, como las de reconstruir cumbreras de tejado o hastiales «inventados», usando las piedras desparramadas en el suelo tras su derrumbe siglos atrás y donde es ya imposible saber como estaban acopladas de forma original -si es que alguna vez lo estuvieron, pues Machu Picchu tiene edificios inconclusos-. Peor aún, a veces se edificó algún edificio casi por completo, inventándolo a partir de sus cimientos remanentes (muestro un ejemplo en las fotografías más abajo).

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Durante el último siglo, Machu Picchu ha sido sometido a diversas actuaciones, algunas convenientes y acertadas, como las destinadas a evitar desplomes de estructuras que peligraban, consolidando numerando y recolocando en su posición original las piedras de cumbreras, andenes y muros próximos a derrumbarse…

El autor de estas líneas visitó por primera vez Machu Picchu en 1979, y la última en 2019. Es sorprendente (y triste) comparar las fotos de ambas fechas, y estas a su vez con fotos más antiguas. Francamente, no comprendo esa obsesión por reconstruir los hastiales y algunos muros derribados. Algunos visitantes han sentido una gran decepción por esta cuestión. El prestigioso fotógrafo Galen Rowell quedó admirado por la ciudad en 1994, pero también escribió de forma demoledora (en su libro Galen Rowell’s Inner Game of Outdoor Photography): «Machu Picchu está cambiando para siempre. Los muros que aguantaron bien las fuerzas de la naturaleza, no están soportando la influencia de Disneylandia»: el autor observó como unos trabajadores levantaban hastiales con los bloques recogidos del suelo para completar el aspecto que podría haber tenido la estructura original. «Cuando le pregunté al supervisor acerca de la simulación, hizo gestos hacia cientos de personas que acababan de llegar en el tren y dijo: «Turismo». Su gobierno le había ordenado que recreara un Machu Picchu virtual imitando el éxito de los parques temáticos americanos (…)» sacrificando «ahora su patrimonio para lograr divisas. (…) Machu Picchu, aunque merezca la pena verse, ahora me parece como un anuncio digital en el que la realidad aparente resulta sospechosa«.

Quizá el panorama que presenta de Galen Rowell sea excesivo. La mayor parte de lo que nos muestra Machu Picchu todavía es realmente original, y no es aún una ciudad «artificial», a modo de la Disneylandia inca que presenta. Pero si es cierta (y suscribo) su crítica ante esas actuaciones. Una ruina es una ruina, y el visitante da mucho más valor a poder examinar el estado en el que superó los siglos y a ver muros originales que no a reconstrucciones e interpretaciones actuales (hay hastiales reconstruidos en edificios de los que ni siquiera sabemos si estaban terminados en época inca). Y si es necesario rehacer una estructura por alguna razón, el visitante tiene derecho a saber que es original y que partes no. Creo que la UNESCO y el Instituto Nacional de Cultura deben poner fin a este tipo de actuaciones, por no decir que se vuelvan a desmontar las «creaciones» del pasado siglo hasta devolver a la ciudad al estado en que estaba, suficientemente interesante per se. Los turistas pagan mucho dinero por visitar Machu Picchu, y así como creo que tienen derecho a una información veraz sobre lo que visitan, su sentido, función, etc, también lo tienen respecto a la originalidad (o no) de lo que observan.

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Otras actuaciones, en cambio, me parecen innecesarias y excesivas, desvirtuando la naturaleza original de los restos hasta extremos que parece que solo pretenden crear un parque temático inca. Esto era lo único que quedaba en pie, de forma original, de un antiguo edificio en la cima de Huayna Picchu, en una de mis visitas en el año 1996: apenas una portada, pero auténtica…

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…y esto es lo que el visitante se encuentra desde inicios del siglo XXI. Evidentemente es una reconstrucción en su práctica totalidad, más bien invención. ¿Quién sabía como fue originalmente la distribución de los muros, sus vanos, nichos, alturas, etc?. Al comparar las fotos vemos que se ha respetado la disposición de las piedras y dintel de la puerta, pero todo lo demás es inventado. La práctica totalidad de los visitantes dan a este edificio por inca original, pero evidentemente no lo es en absoluto.

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Creo que la UNESCO y el Instituto Nacional de Cultura deben poner fin a este tipo de actuaciones, por no decir que se vuelvan a desmontar las «creaciones» del pasado siglo hasta devolver a la ciudad al estado en que estaba. Los turistas pagan mucho dinero por visitar Machu Picchu, y así como creo que tienen derecho a una información veraz sobre lo que visitan, su sentido, función, etc, también lo tienen respecto a la originalidad (o no) de lo que observan.

El prestigioso historiador de los Incas Luis E. Valcárcel no era partidario de hacer trabajos de restauración «si en primer lugar no se ha hecho un estudio técnico serio«. El no menos prestigioso arqueólogo Roger Ravines se muestra muy crítico con algunas acciones en Machu Picchu, «cuyo objetivo final fue y es fundamentalmente hacerlas atractivas al visitante (…) echándose a perder los rastros que el suelo conservó intangibles durante varios siglos. Toda reconstrucción es condenable. Denota una falta de respeto por la historia y es un escarnio a la verdad. Es, además, falta de sensibilidad ante la página de los siglos. Los secretos anhelos de perduración que tiene el espíritu y que afloran del subconsciente cuando contemplamos ruinas, se resienten al descubrir el engaño.(…) Entonces la reprobación inicial se expresa impetuosamente en reproche, al reconocer la teatralidad del asunto y la ignorancia de sus mentores.» (R. Ravines » Machu Picchu: un siglo de intervenciones en su arquitectura», en el libro Machu Picchu. Sortilegio en piedra de F. Kauffmann Doig (2013). En la misma línea reflexionaba el filósofo alemán Georg Simmel en 1924 sobre el verdadero valor de una ruina: «La ruina es la forma actual de la vida pretérita, la forma presente del pasado, no por sus contenidos o residuos, sino como tal pasado. En esto consiste también el encanto de las antigüedades; y solo una lógica roma puede afirmar que una imitación exacta de lo viejo lo iguala en valor estético

PICAPEDREROS, CANTEROS Y ALBAÑILES

La cantera es todavía visible en la zona oeste de la ciudad: allí trabajaban picapedreros con martillos también de piedra, palancas y cinceles de bronce. Aprovechando y agrandando fisuras naturales de la roca, se extraían bloques graníticos de variados tamaños que luego eran transportados a los edificios en construcción. Sin duda los canteros eran buenos expertos en el arte de la estereotomía, y examinaban la roca madre para deducir como podrían partirla, tallarla y aprovechar los bloques resultantes, buscando incluso en la cantera rocas que pudiesen rendir piezas específicas que se precisaban en los edificios.

Dada la ausencia de animales de tiro (la llama no es útil para este fin) y de la rueda, el transporte era a base de fuerza humana. Para ello se utilizaban troncos de árboles regulares, usados como rodillos, así como cantos rodados y palancas de madera que complementaban el empuje. Esas palancas, hábilmente usadas para producir a la piedra un movimiento de vaivén, podían ser muy eficaces. Si el bloque era muy grande, se desplazaba tirando con sogas un grupo numeroso de trabajadores. Para subir las piedras grandes a zonas altas del barrio o levantarlas para colocarlas en un muro, se construían rampas y planos inclinados temporales con piedras y tierra, que luego se desmontaban. Una de ellas aún es visible en el llamado Templo Inconcluso.

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Machu Picchu fue edificada en granito. En la zona suroeste de la ciudad se encuentra la cantera de donde se extrajo la mayor parte de las piedras con que se construyó.

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Vista de la ciudad desde la cantera: allí trabajaban picapedreros con martillos, palancas y cinceles agrandando las fisuras naturales de la roca para extraer bloques de variados tamaños.

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Todavía se aprecian los cimientos de las rústicas cabañas circulares de los picapedreros en la cantera

Los bloques de granito eran transportados desde la cantera a los edificios mediante fuerza humana, tirando con sogas, con rodamientos de troncos o piedras redondeadas en la base y mediante movimientos de vaivén con palancas. Dibujo de Guamán Poma de Ayala (ca 1615).

Los bloques de granito eran transportados desde la cantera a los edificios mediante fuerza humana, tirando con sogas, sobre rodamientos de troncos o piedras redondeadas en la base y ayudándose mediante movimientos de vaivén con palancas. Dibujo de Guamán Poma de Ayala (ca. 1600- 1615).

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En el Templo Inconcluso la obra parece haberse interrumpido hace pocos días. En la foto podemos ver algunos bloques que estaban siendo transportados cuando se detuvieron las obras,

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Para subir las piedras grandes a zonas altas del edificio o del muro se construían rampas o planos inclinados temporales, que luego se desmontaban. En la imagen vemos una de estas rampas en el Templo Inconcluso.

En cuanto a las herramientas utilizadas hemos visto algunas de las que encontró el equipo de Bingham en sus excavaciones hace un siglo (véase «Machu Picchu II» en este mismo blog). La herramienta principal del picapedrero y cantero era muy sencilla: una simple y pequeña piedra martillo, con forma redondeada y sin mango, que el trabajador sujetaba entre el pulgar y el resto de sus dedos cerrados. Con el se desbastaba la pieza en bruto y sus irregularidades. Estos martillos de mano fueron muy abundantes, y algunos quedaron incluso olvidados o depositados en el seno de ciertos muros. Además se utilizaron otras herramientas de bronce y piedra, como  cinceles, buriles, tumis (cuchillos de bronce en forma de T invertida) y palancas. Estas últimas podían ser de madera, para grandes piezas, o más pequeñas, en bronce y con sección rectangular. También se emplearon plomadas (se halló alguna de plata) y hachas de bronce, usadas para cortar troncos de árboles y preparar maderas, vigas, palancas, etc.

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La principal herramienta para trabajar la piedra no pudo ser más simple: una pequeña piedra martillo, redondeada y relativamente aplanada, sin mango y sujeta por la mano del picapedrero. Con ella se desbastaba la piedra en bruto y sus irregularidades. También se usaron palancas y cinceles de bronce. Para cortar troncos y maderas se usaron hachas del mismo material amarradas a un mango (en el centro de la imagen vemos dos de ellas, con su parte superior prevista para dicho amarre)

El ajuste fino se conseguía inclinando el bloque y echando una capa fina de arena en la superficie receptora del mismo: al bajar de nuevo el bloque, las zonas protruidas dejaban su impronta en la capa de arena, y el cantero las iba eliminando con su pequeño martillo hasta conseguir un buen encaje, momento en el que retiraba la arena. En el Templo Inconcluso se ve una piedra abandonada cuando se estaba trabajando en ella para ajustarla al muro: está apoyada sobre el mismo, inclinada unos 45º, como esperando el regreso del cantero con su martillo de piedra para seguir trabajándola hasta calzarla con los bloques contiguos. 

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En lo alto del Templo Inconcluso aparecen multitud de piedras que estaban siendo trabajadas por los canteros cuando la obra fue abandonada.

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Este dibujo de Guamán Poma (ca 1615) muestra a los «amojonadores deste Reino». Los albañiles y canteros trabajaban la piedra con sus cinceles y martillos para lograr un ajuste entre ellas que en muchos edificios fue extraordinario.

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De nuevo en el Templo Inconcluso encontramos un muro muy interesante: una de las piedras estaba siendo ajustada a otras cuando se interrumpió la obra. Para ello se había inclinado unos 45 º atrás, lo que permitía el acceso a la cara que apoyaba en los bloques inferiores. Extendiendo arena y bajando la piedra, el cantero podía examinar las improntas que dejaban los salientes de la piedra y así identificarlos y eliminarlos.

COMPLETANDO EDIFICIOS

Los tejados eran de material vegetal amarrado a armazones de palos, listones, pontones y vigas de madera, que a su vez se sujetaban a las cumbreras de piedra. Para ello se dejaban asomando en ellas argollas y unas prolongaciones o clavos líticos que facilitaban el sólido amarre de la techumbre usando cuerdas y lianas resistentes.  Otras veces dejaban huecos en la cantería de la cumbrera para recibir en ellos las vigas de madera que sustentaban el tejado. En edificios alargados de tres paredes, tipo wayrona, la zona abierta muestra a veces una columna de piedra para dar apoyo a una viga. Para facilitar la rápida evacuación de las aguas del tejado en un clima lluvioso, las cumbreras tenían una pendiente  acusada.

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Los tejados eran de material vegetal amarrado a armazones de vigas y listones de madera. En este edificio de tres paredes (wayrona) junto a la llamada Roca Sagrada, se ha reconstruido la techumbre según el estilo inca, aunque el grosor de la capa vegetal debió ser considerablemente superior.

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Para sujetar su armazón a las cumbreras, se dejaban en las mismas huecos en la cantería para recibir las vigas de madera (1), así como clavos líticos sobresaliendo (3) para facilitar el sólido amarre de la estructura; en edificios grandes de tres paredes tipo wayrona (como el inacabado Templo de las Tres Ventanas) se colocaba a veces una columna de piedra (2) para dar apoyo a la viga. 

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Otro ejemplo de hueco para apoyar una viga de madera y clavos líticos para amarrar el armazón del techo; se aprecian también pequeñas argollas de piedra para fines similares (edificio 17 del conjunto 9 o Grupo de las Tres Portadas)

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Reconstrucción del armazón del techo en un edificio tipo wayrona: se aprecia la viga principal del vano entrando en el hueco preparado para ella.

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El armazón de la techumbre se amarraba a los clavos de piedra dejados en las cumbreras utilizando cordajes de fibras vegetales (magüey, lianas, etc) y tiras de cuero. No está aún muy claro la  forma en que se armaban y sujetaban los techos: esta reconstrucción muestra una de las posibilidades.

Las maderas utilizadas en el armazón del techo y los manojos de material vegetal que sustentaban se unían mediante cuerdas elaboradas con lianas, fibras vegetales (ichu, magüey…) o animales (pelo de llama, tiras de cuero).  Encima se cubría de una gruesa y densa capa vegetal; aunque en otras zonas de los Andes el material más usado para techos es el ichu (paja altiplánica frecuente en los Andes por encima de los 3800 m), Machu Picchu está algo alejado de zonas con abundancia de ichu, por lo que recurrían a plantas locales de la selva de montaña para ese fin, como helechos arbóreos (Cyathea spp) y carrizos (Phragmites spp). Probablemente incorporaron las técnicas usadas por los indígenas antis conquistados, que entrelazaban hojas de plantas anchas y coriáceas con cutículas muy impermeables y resistentes, como las de algunas palmeras. Este tipo de techumbre necesitaba un mantenimiento probablemente anual, pues la alta pluviosidad, humedad y calor tropical deterioraría con rapidez la cobertura vegetal, perdiendo su impermeabilidad. Para ello parece que se colocaban nuevas capas de material sobre el que mostraba deterioro o filtración, pues analizando la posición de las canaletas de desagüe en la base de algunos muros, se puede inferir que los techos tenían gran espesor.

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El armazón de los techos se cubría de una espesa capa vegetal, que en la zona de Machu Picchu debió ser a base de carrizos, hojas de palmeras y helechos arbóreos. 

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Almacén (qolqa) en la zona agrícola, en el que se ha reconstruido la techumbre vegetal; el espesor de la cobertura vegetal debió haber sido más grueso. Se aprecian los clavos líticos de amarre.

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Otros edificios en el sector agrícola: Dada la alta pluviosidad y el clima tropical, estas techumbres debieron necesitar un mantenimiento anual, quizá a base de acumular más material encima que cubría las partes deterioradas y filtraciones.

En Machu Picchu hay edificios de dos pisos, aprovechando las laderas empinadas. El suelo del segundo piso se hacía con un armazón de troncos y palos que se apoyaba en un escalón preparado a tal efecto en el muro. Finalmente se cubría de tierra apisonada. El acceso al piso superior no parece que se hiciese desde el interior sino desde una puerta independiente más alta en la pendiente en la que se construían estos edificios. Los pisos de las casas y plazas también se nivelaban y regularizaban con piedras, guijarros, arena y tierra apisonada.

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Algunos edificios de Machu Picchu tienen dos pisos, en su mayoría aprovechando el desnivel del terreno, de forma que hay una entrada al piso superior independiente a la del inferior.

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El suelo del segundo piso se hacía con un armazón de troncos y palos que se apoyaba en un escalón preparado a tal efecto en el muro. Luego se cubría de arena y tierra apisonada.

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Los pisos no tenían escalera interior. En esta imagen vemos las puertas que daban acceso al piso superior.

Así se fueron completando los barrios de Machu Picchu, aunque como sabemos quedaron edificios, canales, etc sin terminar. En nuestro anterior artículo (Machu Picchu III) hemos visto como fue despoblándose durante la guerra civil entre Huáscar y Atahualpa y la posterior conquista española. Los albañiles, canteros y otros trabajadores, ya sin capataces que les guiasen, fueron abandonando sus trabajos, tal vez reclutados por Manco Inca durante su sublevación contra los españoles. Sin mantenimiento, los techos se pudrieron y hundieron pronto, las bromelias se fijaron a los muros, junto con líquenes y musgos que ya nadie arrancaba… Machu Picchu, una maravilla de la creación del Hombre, fue poblado apenas un siglo. Millones de horas de trabajo que la selva engulló durante 350 años. Los edificios y obras inacabadas parecen aguardar el regreso del cantero al siguiente amanecer, pero como escribió Neruda en su poema «Alturas de Machu Picchu»…

«No volverás del fondo de las rocas.

No volverás del tiempo subterráneo.

No volverá tu voz endurecida.

No volverán tus ojos taladrados.

Mírame desde el fondo de la tierra,

labrador, tejedor, pastor callado:

domador de guanacos tutelares:

albañil del andamio desafiado..

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Muro en construcción con rampa temporal para subir los sillares desde el otro lado de la foto. Pienso que las obras del Templo Inconcluso tal vez fueron interrumpidas en abril de 1536, cuando Manco Inca hizo un llamamiento general a la rebelión contra los españoles, reclutando miles de mitayos y trabajadores a sus filas. Salvo por las puyas crecidas entre las piedras, la construcción parece haber sido detenida hace unos días, como esperando el retorno de los canteros en cualquier momento, un retorno que ya nunca llegará… 

© Texto y fotografías: © José María Fernández Díaz-Formentí /http://www.formentinatura.com Prohibida su reproducción sin autorización.

EL CASO DE LOS INSECTOS ZOMBIES

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS: © José María Fernández Díaz-Formentí/www.formentinatura.com.

Prohibida su reproducción total o parcial sin consentimiento del autor.

Cae la noche en la selva amazónica. Durante la tarde ha llovido, y aún se siente el goteo desde el dosel forestal sobre las hojas anchas de las plantas del sotobosque. Muchas de ellas son árboles jóvenes esperando que algún día llegue su oportunidad: si alguno de los gigantes que le rodean se derrumba entonces tendrían la ocasión de disponer de un claro en el bosque con más luz y poder competir con otros árboles para crecer y conquistar esa parcela de cielo visible en lo alto. Pero por el momento solo puede esperar, año tras año.

Sotobosque en la selva amazónica de la cuenca del río Tuichi, parque nacional Madidi, Bolivia.

Los pájaros silencian sus cantos, y los remplazan los de las ranas arborícolas, que trepan por ramas y hojas animadas por la humedad. Llega un buen momento para alimentarse: los saltamontes, grillos y otros insectos, temerosos de las aves diurnas, prefieren la oscuridad de la noche para salir a ramonear esas hojas aplanadas cercanas al suelo. Se orientan en la oscuridad con larguísimas antenas, incluso mucho más largas que su cuerpo, que detectan vibraciones, olores, sabores, roces y feromonas de sus congéneres. Ahora no están los temidos pájaros, si bien el ambiente no está exento de peligro: además de las ranas hay arañas lobo patrullando el terreno, murciélagos y otros animales insectívoros nocturnos, pero es necesario arriesgarse: hay que abandonar los escondites y salir a mordisquear las hojas de los árboles jóvenes, sobre todo aquellas todavía con pocas toxinas.

Ortópteros ramoneando en la noche en la selva de la Reserva Los Amigos (superior), y del río Manu (inferiores), Amazonía del sur del Perú.

No hay viento, y no se mueve una brizna de ninguna hierba del suelo, como casi siempre ocurre en el sotobosque de la selva. Sin percibir peligro alguno, el saltamontes comienza a mordisquear la hoja basal de un árbol de apenas metro y medio de altura. Mientras tanto, un hongo situado unos 40 cm por encima está liberando sus esporas al aire, y unas pocas caen por gravedad sobre el tórax y abdomen del insecto. Son tan pequeñas que quedan atrapadas en los diminutos pelos del exoesqueleto de quitina del saltamontes. Este continúa alimentándose, y cuando termina, regresa a su refugio a descansar y permanecer oculto de los peligrosos pájaros durante el día.  

En apariencia, todo había salido bien, pero esa noche marcará un destino trágico para el ortóptero. Tal vez hubiese sido mejor caer víctima de un ave, o de un murciélago. Durante su descanso diurno, se abren las ascosporas del hongo y emerge de ellas un micelio ultra microscópico: la hifas o filamentos miden unos pocos nanómetros de diámetro, esto es, unas veinte mil veces más finas que un cabello humano, o poco más que una hebra de ADN. Pero se alargan rápido y su pequeño tamaño les permiten introducirse por los poros microscópicos de la superficie del insecto sentenciado; a la vez, segregan unas potentes enzimas capaces de aumentar esos poros deshaciendo la quitina, esto es, la resistente y dura proteína que protege el exterior de los artrópodos. Mientras tanto, las hifas que alcanzan los espiráculos —poros que se continúan por túbulos aéreos internos que permiten respirar al saltamontes—, habrán encontrado una autopista de acceso al interior de su cuerpo, en especial a sus cavidades.

Cuando las esporas del hongo caen sobre su exoesqueleto se abren y brota un micelio extremadamente fino capaz de disolver la quitina y comenzar a invadir el interior del insecto. Saltamontes (ortóptero) en la selva inundable de la Reserva de Desarrollo Sostenible Mamirauá, Brasil (superior) y en el parque nacional Cotapata (Yungas de Bolivia, inferior).

El micelio del hongo se desarrolla ahora con rapidez en el seno del insecto, tejiendo una tupida malla de filamentos que se alimentan de los fluidos y tejidos internos no vitales, pues no le interesa todavía matar al infortunado saltamontes. Respeta por el momento el sistema neuromuscular, necesario para el movimiento del animal, quien al principio no parece percibir lo que ocurre. Pero cuando el hongo ha alcanzado cierto desarrollo en su seno, comienza a liberar unas sustancias que interactúan con su sistema nervioso y muscular. Ahora, el saltamontes, deja de ser aquello que siempre fue; pese a que por fuera nada indica que algo está yendo mal, su conducta cambia por completo. No prestará ya atención a las feromonas de una hembra cercana, ni al chirrido emitido por un macho próximo que se ha adentrado en su territorio. Tampoco sentirá ya el menor interés por la suculenta hoja de la que se alimentaba últimamente. Solo obedece ya a su nuevo dueño, el hongo y sus macabros planes.

Una vez infestados por los hongos Cordyceps, los insectos alteran por completo sus hábitos, pasando a comportarse como aliens al servicio de las órdenes del hongo. Saltamontes de cabeza cornuda. Reserva Nacional Tambopata, Amazonía peruana.

Como un zombie, o un alien sin voluntad propia, el saltamontes comienza a caminar errático, con espasmos. El hongo le da entonces la orden de trepar por el tallo de la planta más cercana. Su único objetivo —más bien el del hongo que le domina— es ahora ascender y ascender mientras las fuerzas acompañen. Lo hace despacio, con movimientos de un autómata zombificado. Cuando ha alcanzado unas decenas de centímetros sobre el suelo, se sujeta con firmeza al peciolo o al borde de una hoja, o a un tallo. Es su postrer abrazo, su estertor final. El hongo ha conseguido lo que quería y mata ahora a su hospedador. Es momento ya de aprovechar sus órganos vitales y engrosar aún más el micelio. A la vez, para evitar la competencia de bacterias dispuestas a descomponer el insecto muerto, el hongo segrega sustancias antimicrobianas que lo preserven para su aprovechamiento exclusivo. Algunas hifas del micelio consolidan la cutícula exterior, y otras salen desde las patas y alas hasta la hoja, rama o corteza para mejorar aún más la fijación y captación de agua en lo que va pasando a ser una momia del insecto.

Saltamontes parasitado por el hongo Cordyceps. Este último ha cambiado la conducta del ortóptero, que como un autómata abducido por el hongo subió a una rama a cierta altura. Una vez allí aferrado, el Cordyceps mató a su hospedador, y días después en su superficie brotaron los cuerpos fructíferos del hongo, dispuestos a liberar sus mortíferas esporas. Ya es difícil reconocer el saltamontes: las patas traseras plegadas corresponden a las partes laterales inferiores; entre ellas se encuentra el abdomen rematado por el afilado ovipositor. En la mitad superior se encuentran las otras patas, tórax y cabeza. Selva del parque nacional del Manu, Perú.

A los pocos días, cuando el micelio ya alcanzó un desarrollo y maduración suficiente, por la superficie del saltamontes comienza en cámara lenta una escena macabra, digna de una película de la serie “Alien”. Entre los ojos, las alas, el abdomen, el tórax… brotan los cuerpos fructíferos alargados del hongo, conocidos como esporocarpos o estromas, a modo de pequeñas “setas” productoras de ascosporas. Alcanzada la madurez, esos esporocarpos se abren y liberan las esporas, que caen planta abajo, esparciendo por el entorno su genoma mortífero, que espera depositarse sobre otro insecto. Al haber ordenado al saltamontes ascender muy por encima del suelo, el radio de difusión de sus esporas es mucho mayor que si lo hubiese matado en el propio suelo de la selva o poco por encima, y con ello, las posibilidades de que las esporas letales se depositen en la cutícula de otro insecto infortunado son considerablemente superiores. El proceso ha durado entre 4 y 10 días.

Otra víctima del Cordyceps, en este caso una mariposa nocturna. Se aprecian los cuerpos fructíferos saliendo incluso por la nerviación de sus alas. Selva del parque nacional del Manu, Perú.

El asesino de esta historia es uno de los hongos ascomicetos del género Cordyceps. Hay descritas más de 400 especies, y su predilección parasitaria son los insectos y arañas. Algunos llegan incluso a parasitar a otros hongos, pero son las hormigas, escarabajos, saltamontes, mariposas, moscas, cucarachas, orugas y muchos más artrópodos las víctimas habituales que pasan a ser “aliens” de los Cordyceps, comportándose como zombies al servicio de los designios del hongo. Los cuerpos fructíferos o «setas» que brotan de los cuerpos invadidos son tan variados como la especie de Cordyceps responsable del ataque. Los hay con forma de maza o porra, de bola en el extremo de un pedúnculo, de botón pediculado o con aspecto de hilos ramificados, incluso en «T» para que sus brazos péndulos desparramen mejor las esporas.

Un cuerpo fructífero del Cordyceps brotando sobre el ojo de una mariposa nocturna remeda de forma macabra a una de las antenas del cadáver.
La hifas del hongo asesino han empezado a salir del cuerpo, fijándose a la superficie de la hoja en que la mariposa dio su postrer abrazo obedeciendo al hongo. Selva del parque nacional del Manu, Amazonía peruana.

La mayoría de las especies de hongos son saprófitos —esto es, que obtienen su energía y nutrientes de restos de otros organismos muertos, o sus desechos y excrementos—. También hay especies que no han esperado a que los organismos se mueran, y directamente han aprendido a atacar al ser vivo, convirtiéndose en parásitos: pensemos en infecciones fúngicas que nos afectan, como las candidiasis por Candida albicans, las tiñas en las uñas (onicomicosis) y pies (pie de atleta) por Trichophyton rubrum, Trichophyton mentagrophytes y Epidermophyton floccosum. Otras especies pueden producir infecciones más graves en pulmones, hígado, ojos y cerebro, en especial en personas con su sistema inmune debilitado por fármacos o enfermedades concomitantes. Pero desde hace ya millones de años, los Cordyceps han ido un paso más allá: no contentos con parasitar a los insectos y arañas aún vivos, se apoderan de su cerebro y sistema neuromuscular, que pasa a quedar a su servicio y mandatos.

Mariposa nocturna víctima del Cordyceps. Por todo su cuerpo han brotado la diminutas setas o cuerpos fructíferos. Selva de la Reserva Los Amigos, Amazonía peruana.

Algunos Cordyceps se han especializado en parasitar a ciertos tipos específicos de artrópodos. Así, Ophiocordyceps unilateralis tiene preferencia por la hormiga carpintera tropical Campanotus leonardi. Un equipo de la Universidad Estatal de Pensilvania observó en las selvas de Tailandia como la hormiga atacada deja de seguir los caminos fijos por los que van sus compañeras en el dosel forestal, y comienza a deambular errática y sola; pronto aparecen espasmos musculares que le hacen caer al sotobosque. Sobre las hojas del mismo, frescas y húmedas, a poco más de un palmo del suelo, las condiciones son óptimas para el hongo. Este sigue creciendo unos días en el seno de la hormiga zombie, hasta que un mediodía, cuando hace mucho calor, el hongo interacciona en el interior de la cabeza con la musculatura de las mandíbulas de su víctima y le hace morder la nervatura principal del envés de una hoja. La hormiga queda anclada fuertemente a ese nervio, lo que podría crear un entorno estable para los siguientes planes del hongo. Si el medio está demasiado seco, el hongo decide esperar antes de obligar a los músculos mandibulares a su contracción final. Ya fijada a la hoja, acto seguido el Ophiocordyceps segrega un tóxico que mata a la hormiga, y unos días después empieza a brotar un esporocarpo de su cabeza, a modo de un cuerno, que va liberando esporas que atacarán a nuevas hormigas. Desde la infección inicial han pasado de dos a tres semanas. (En este video se puede ver en «time lapse» el Cordyceps brotando de una hormiga https://www.youtube.com/watch?v=vgkL8PulPdE)

Son muy diversos los insectos y arañas que pueden caer víctimas del Cordyceps e iniciar una conducta zombie a su servicio. En este caso se trata de un pequeño gorgojo, del que ha brotado un sorprendente cuerpo fructífero en forma de T, en cuyo extremo rojo de encuentran las esporas. Esta morfología, con los esporocarpos péndulos, parece desparramar a más distancia su carga letal.
Reserva de Producción Faunística de Cuyabeno, Amazonía ecuatoriana.

Para David Hughes —director del equipo investigador—, los insectos así alienados se convierten verdaderamente en fenotipos extendidos del hongo, esto es, en una expresión más del material genético de este último en forma ahora de insecto zombificado: «los fenotipos extendidos en las hormigas provocados por infecciones fúngicas son un ejemplo complejo de una manipulación la conducta que requiere cambios coordinados del comportamiento y de la morfología del huésped (…) Me recuerdan a las quimeras: parte hormiga y parte hongo (…) A medida que pasa el tiempo, la parte de hongo aumenta hasta que la conducta de la hormiga ya no es la suya propia».

Los cuerpos fructíferos o «setas» que brotan de los cuerpos invadidos son tan variados como la especie de Cordyceps responsable del ataque. Los hay con forma de maza o porra, de bola en el extremo de un pedúnculo, de botón o con aspecto de hilos ramificados, como en el caso de esta mariposa.
Reserva de Producción Faunística de Cuyabeno, Amazonía ecuatoriana.

Es sabida la capacidad que tienen los hongos de sintetizar compuestos muy interesantes. De todos es conocida, por ejemplo, la penicilina, producida por distintas especies del género Penicillium, que tantos millones de vidas ha salvado en el último siglo. Los Cordyceps también sintetizan compuestos sorprendentes, ahora en estudio, que son capaces de modular y guiar el sistema nervioso de insecto a su antojo. Es posible que la investigación en estos compuestos rinda nuevas moléculas de aplicación biomédica, quien sabe si con aplicabilidad futura en el tratamiento de enfermedades del sistema nervioso o neuromuscular. Ophiocordyceps sinensis ataca a unas orugas del Tibet y Nepal, a las que momifica para después salir por su boca, y es empleado desde hace mucho tiempo en la medicina tradicional china. Entre las muchas propiedades que se le atribuyen, se considera que tiene acción antibacteriana e inmunomoduladora.

Otra mariposa de la que están empezando a brotar los cuerpos fructíferos; se aprecia también como las hifas han salido por los nervios de las alas hasta la superficie de la hoja. Las moléculas producidas por el hongo, que inducen un completo cambio conductual en el insecto, constituyen una interesantísima vía de investigación, con probables aplicaciones farmacológicas en el futuro. Parque Amazónico de Tena, Napo, Ecuador.

Hay quienes ya plantean la posibilidad de emplear los Cordyceps en la guerra biológica contra las plagas, comenzando con las propias hormigas carpinteras, que al formar hormigueros en maderas húmedas, pueden debilitar pilares de construcciones humanas. En España y en el hemisferio Norte se encuentra el anaranjado Cordyceps militaris, que se desarrolla en orugas y pupas enterradas entre los meses de agosto y noviembre, según pudo encontrar Juan Luis Menéndez Valderrey en Asturias (https://www.asturnatura.com/especie/cordyceps-militaris). Se cree que podría ser una forma de control biológico sobre la oruga procesionaria del pino.

Es difícil reconocer que tipo de insecto ha sido aquí víctima del Cordyceps, tal vez una pequeña cigarra. Además de su posible interés farmacológico, estos hongos están siendo estudiados como un mecanismo de control de plagas de insectos, entre ellos la procesionaria del pino. Estación Biológica del río Los Amigos, Amazonía peruana.
Tras ascender como un zombie por el tronco de un árbol a poco más de un metro por encima del suelo, el hongo «ordenó» a este escarabajo abducido detenerse y aferrarse a la corteza. Acto seguido, el Cordyceps produjo la muerte a su víctima enajenada, y a los pocos días brotó este único llamativo cuerpo fructífero pedunculado. La bola rojiza de su extremo contiene las mortíferas ascosporas. Cuando se abra, son liberadas en el entorno del árbol. Aquellos insectos o arañas que deambulen por la zona pueden seguir la misma suerte del infortunado coleóptero.
Reserva de Producción Faunística Cuyabeno, Amazonía ecuatoriana.

Los Cordyceps no son los únicos organismos vivos capaces de alienar o enajenar a otros seres a su antojo. Los gusanos del orden Gordioidea también lo hacen. Son muy delgados (1 mm) y largos (hasta 1 metro o más), de aspecto filiforme que recuerda a una crin de caballo, cuando es una especie de color castaño oscuro. Durante su corta vida como adultos en las charcas y remansos de riachuelos y fuentes, al encontrarse varios individuos de distintos sexos se retuercen entre sí, formando apelotonadas marañas en sus cópulas con forma de masa u ovillo intrincado, a modo de nudo gordiano, lo que motivó su nombre científico: una leyenda griega cuenta que, tras superar una prueba consultada a un oráculo, un humilde labrador llamado Gordias fue proclamado rey de Frigia, quien fundó la capital, Gordio, en el centro de la actual Turquía. Como agradecimiento, ofreció su carreta al templo de Zeus, amarrando el yugo de sus animales de tiro y su lanza con unos nudos que resultaban imposibles de desatar. Solo quien fuese capaz de ello podría conquistar el Oriente; Alejandro Magno deshizo el nudo, pero cortándolo con su espada, a la vez que decía «tanto monta (da lo mismo) cortar como desatar». El yugo y el cordel suelto se incorporaron a la heráldica de la corona de Aragón —que durante siglos estuvo interesada en campañas en el Oriente—, y con ella —al igual que el lema «tanto monta»— al escudo de España.

La leyenda griega del nudo gordiano cuenta que el humilde labrador Gordias agradeció ser designado rey de Frigia (actual Turquía) por un oráculo ofreciendo al templo de Zeus su carreta, a la que amarró el yugo de sus animales de tiro y su lanza con unos nudos tan intrincados que resultaban imposibles de desatar. Solo quien consiguiese hacerlo podría conquistar el Oriente. Alejando Magno lo hizo, pero parece ser que cortando la cuerda con su espada, a la vez que decía «tanto monta (da lo mismo) cortar como desatar». Dados los intereses de la corona de Aragón en sus campañas en el Oriente, incorporó a su heráldica el símbolo del yugo con la cuerda desatada, y con ello pasó también al escudo de España. Escudo en un tapiz de Felipe II (1560). Museo del Ejército, Alcázar de Toledo.

Pero volvamos a nuestros gusanos: hay casi 80 especies de gordioideos, muy difíciles de diferenciar entre sí (sus detalles morfológicos diagnósticos suelen precisar la observación al microscopio electrónico de barrido); viven en pantanos y lugares encharcados de todo el mundo, donde la hembra deposita miles, o incluso millones, de huevos en el agua o en hierbas ribereñas. Cuando eclosionan, las larvas diminutas van provistas de una trompa plegable con ganchos y tres estiletes que facilitarán su anclaje. Buscan entonces un insecto en las aguas o en las riberas: por lo general son escarabajos acuáticos, larvas de tricópteros, efémeras, plecópteros, libélulas o de mosquitos, pero también alguna cucaracha, saltamontes o grillo que se acerca allí ramoneando hierbas de las orillas, e incluso renacuajos de anfibios y sanguijuelas. Una vez acceden a su tubo digestivo forman un quiste junto a su luz intestinal, y la larva comienza su desarrollo aprovechando el material digerido por su hospedador.

Los gusanos gordioideos adultos miden 1 mm o menos de ancho, pero son muy largos. En sus cópulas pueden participar varios ejemplares, retorciéndose entre sí hasta formar una masa u ovillo enmarañado que parece imposible de deshacer, lo que motivó su nombre científico alusivo al «nudo gordiano». Este posible Spinochordodes tellinii reptaba solitario entre las hojas de la selva de la Reserva Biológica del río Bigal (Amazonía ecuatoriana) un día lluvioso, no muy lejos de un área encharcada, que constituye su hábitat predilecto.

Si este último es cazado por un insecto carnívoro, como mantis, ditiscos, carábidos u otros escarabajos, la larva del gusano no tiene problemas en cambiar a su nuevo hospedador. De hecho, Chordodes formosanus, presente en Japón, Taiwán y Nepal, Ch. japonensis, Ch. mizoramensis y la sudafricana Ch. ferox necesitan obligatoriamente abandonar su hospedador inicial y pasar a completar su desarrollo en uno nuevo, en concreto en un cazador por excelencia como es la mantis religiosa, que le proporcionará alimento rico en proteínas. También precisa de las mantis como hospedador definitivo el Chordodes pilosus, presente en Venezuela, si bien puede recurrir igualmente a las cucarachas que devoran cadáveres de insectos infestados con las larvas. Paragordius tricuspidatus requiere, en cambio, un hospedador vegetariano, el grillo de los bosques Nemobius sylvestris, muy frecuente en los suelos forestales europeos y del norte de África. Gordius aquaticus y Spinochordodes tellinii también se hospedan en saltamontes y grillos.

Las mantis religiosas son los hospedadores finales necesarios de los gusanos gordioideos del género Chordodes. En ellas, la larva madura aprovechándose de la rica dieta proteínica de este cazador. En su seno se desarrolla así el gusano adulto, que alcanza impresionantes longitudes de alrededor de un metro. Mantis religiosa en la selva amazónica del piedemonte meridional del volcán Sumaco. Zona de Amortiguación del Parque Nacional Sumaco-Napo-Galeras. Ecuador.

Alcanzada la madurez, el gusano deja de alimentarse, cierra su faringe definitivamente y su cuerpo queda ocupado casi íntegramente por órganos reproductores que, llegado el momento, usarán lo que fue su intestino como conducto de expulsión de sus gametos. Para él ha llegado el momento de salir al exterior, pero la operación puede resultar mal: si el insecto se encuentra lejos del ambiente acuático, caer a un suelo seco o sin una masa de agua muy cercana supondrá una muerte segura para el parásito. No es cuestión de dejar al azar un momento tan crítico, de forma que los Gordioidea han elaborado en su desarrollo evolutivo un maquiavélico plan…

El gusano Gordius adulto debe ser liberado en el agua para buscar congéneres con los que aparearse. Esto crea un problema para el parásito, que con frecuencia se ha desarrollado en insectos de hábitos terrestres. Pero estos gusanos recurren a un maquiavélico plan… Gordius (probablemente de la especie aquaticus) en una fuente de montaña. Monte Las Secadas de El Raigau. Parque Natural de Redes, Caso, Asturias, España.

Comienzan a segregar entonces unas proteínas que, por un complejo mecanismo de mimetismo molecular con otras proteínas del insecto, toman el control del sistema nervioso del mismo. En sus cerebros aparecen ahora unas proteínas diferentes a las presentes en sus congéneres no infestados. Algunas de ellas están implicadas en el mecanismo de la neurotransmisión, otras en el geotaxis -orientación y movimiento respecto a la gravedad- e incluso generan proteínas del complejo WNT, moléculas de señalización implicadas en el desarrollo del organismo y en sus procesos biológicos. Todo ello altera profundamente la conducta del insecto, hasta el punto de hacerle adoptar una decisión suicida.

El Gordius produce entonces unas proteínas que toman el control del cerebro y sistema nervioso de su hospedador terrestre. El insecto dejará ahora de comportarse como le marcan sus instintos y conductas, quedando abducido a merced de los intereses de su gusano parásito. Gordius (probablemente de la especie aquaticus) en una fuente de montaña. Monte Las Secadas
de El Raigau. Parque Natural de Redes, Caso, Asturias, España.

Un saltamontes, una mantis, un grillo o un escarabajo cazador terrestre jamás pensaría en lanzarse de forma voluntaria al agua, pues quedarse en la superficie agitándose supondría ser una presa muy fácil para peces, escarabajos acuáticos, larvas cazadoras de libélulas, ranas, tritones, etc. Pero ahora, como ocurría con los Cordyceps, el insecto camina como un autómata abducido, buscando en su caso una masa de agua. Una vez localizada salta a su superficie sin dudarlo. Inmediatamente, el gusano comienza a salir por el ano de su hospedador. La longitud llega a ser increíble, pues parece imposible que cupiese en el abdomen del infortunado insecto. En el caso de Chordodes formosanus puede alcanzar longitudes en torno a un metro.

Un saltamontes, una mantis, un grillo o un escarabajo jamás pensaría en un acto suicida como sería lanzarse a un estanque, charca o arroyo, donde le esperaría una muerte segura en un medio que no es el suyo, como presa de algún depredador acuático (peces, anfibios, insectos acuáticos…) o por simple agotamiento y ahogamiento. Pero el insecto alienado, obedeciendo las órdenes del gusano que domina su cerebro, ya no atiende a prevención alguna: busca una masa de agua y, una vez encontrada, da un salto mortal a su seno. Gordius (probablemente de la especie aquaticus) en una fuente de montaña. Monte Las Secadas de El Raigau. Parque Natural de Redes,
Caso, Asturias, España.

Una vez salió en su totalidad de su hospedador, este último es poco más que una cáscara medio vacía y moribunda. El gusano adulto nada ya libre en el agua, en busca de congéneres con los que aparearse. Si el insecto es capturado por un pez o una rana nada más arrojarse al agua, o poco antes, el gusano es capaz de resistir el paso por el tubo digestivo del cazador, y salir libre por el ano a emprender su vida de adulto. Además de vivir en medios acuáticos, estos gusanos también pueden sobrevivir en tierra firme, siempre que se trate de un medio muy húmedo, como el suelo encharcado de la selva tropical.

Con el insecto ya en el agua, el Gordius comienza a abandonar a su víctima, saliendo por el ano y nadando ya libre en busca de sus congéneres. Su aspecto motivó el nombre de «pelo vivo» que le dan los indígenas mapuches.
El desgraciado hospedador es ya poco más que una cáscara medio vacía y moribunda. En caso de ser comido por un depredador antes de la salida completa del gusano, este último es capaz de resistir el paso por el sistema digestivo del cazador y salir finalmente libre por el ano.
Gordius (probablemente de la especie aquaticus) en una fuente de montaña. Monte Las Secadas de El Raigau. Parque Natural de Redes, Caso, Asturias, España.

Hay referencias del hallazgo de gusanos gordioideos en vómitos y heces humanas, pero afortunadamente, no llegan a parasitar nuestra especie. Su aparición se atribuye al baño en aguas contaminadas, o a su consumo. Se ha especulado la posibilidad de que los adultos puedan penetrar por los distintos orificios naturales del cuerpo humano, uretra incluida. Así, los indios mapuches de Chile y Argentina consideran a estos gusanos uno de los seres vivos más temibles: según sus creencias, cuando se arrojan pelos humanos o de animales a un curso de agua, con restos de piel, cuero o sangre, estos adquieren vida y empiezan a vagar por la corriente en busca de una víctima: cuando entra un animal o un ser humano en las aguas, el llamado “pelo vivo” tratará de introducirse por la boca, ano, uretra, oído, nariz o vagina; una vez en el interior del cuerpo devorará los tejidos y órganos internos hasta causar la muerte.

Los gusanos gordioideos alcanzan longitudes de decenas de centímetros que parecen imposibles de caber en el abdomen de un saltamontes o mantis, por ejemplo. Aunque no son peligrosos para el hombre, los indios mapuches de Chile y Argentina les tienen gran temor: para ellos proceden de arrojar pelos humanos o animales con sangre o piel a las aguas de un arroyo; allí esos pelos cobran vida, y entonces, el llamado «pelo vivo» intentará localizar un animal o ser humano en las aguas para introducirse por sus orificios naturales y devorar sus órganos internos hasta matarle. Este posible Spinochordodes tellinii reptaba solitario entre las hojas de la selva de la Reserva Biológica del río Bigal (Amazonía ecuatoriana) un día lluvioso,
no muy lejos de un área encharcada; aunque estas últimas son sus áreas predilectas, puede sobrevivir en tierra firme si el suelo está muy húmedo, como tras la lluvia en una selva tropical.

Hay más casos conocidos de interacción de parásitos con la conducta de sus hospedadores. El protozoo Toxoplasma gondii, causante de la toxoplasmosis, necesita pasar de su hospedador intermedio (presas de felinos, como los ratones) a un felino en el que completar su maduración. Por tanto le interesa facilitar que un gato se coma al ratón en el que se hospeda, y para ello reduce los reflejos del ratón y su tiempo de reacción a una amenaza, e incluso elimina una señal de peligro para cualquier roedor: el olor a orina de gato ya no le hace poner pies en polvorosa. Cuando es el ser humano el portador, se ha observado que también se reducen sus reflejos y tiempos de reacción. Otro caso es el virus de la rabia, cuya transmisión principal es vía saliva a sangre, lo que hace que el infectado produzca abundante salivación y tenga tendencia a morder -ejemplo un perro rabioso-. El mundo de la interacción de los parásitos con sus hospedadores es realmente interesante. Sus ciclos biológicos lo son per se, pero aquellos que han conseguido un paso más en su evolución, hasta el punto de modificar la conducta de su víctima, abduciéndola para crear un zombie alienado a su servicio, no solo pasa de interesante a fascinante, sino además abre insospechadas vías de investigación en los mecanismos moleculares que lo permiten; y es más que posible que de su conocimiento futuro, surjan nuevos fármacos que beneficien a nuestra especie.

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS: © José María Fernández Díaz-Formentí/www.formentinatura.com. (2022)

Prohibida su reproducción total o parcial sin consentimiento del autor.

CRÓNICAS DE UNA ERUPCIÓN VOLCÁNICA COLOSAL: EL HUAYNA PUTINA. AREQUIPA, PERÚ, año 1600.

Arequipa y su volcán Misti

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS: © José María Fernández Díaz-Formentí / http://www.formentinatura.com; extractos de Martín de Murúa, Diego de Ocaña y Bernabé Cobo.

En el año 1600, la joven y próspera ciudad peruana de Arequipa estuvo próxima a transformarse en una nueva Pompeya, esta vez en tierras americanas. El volcán Huayna Putina (4850 m), situado en la sierra sur del Perú -departamento de Moquegua-, entre el lago Titicaca y la costa del Pacífico, reventó en una erupción colosal. Se trató de una de las más masivas habidas en épocas históricas en todo el mundo -y la mayor de América del Sur en los últimos dos milenios-. Ya el jesuita Bernabé Cobo introducía su relación de lo ocurrido con unas frases demostrativas de la magnitud de la catástrofe: «Otro volcán, que últimamente reventó el año de 1600, causó tan grande ruina y destrozo en todo el Perú (…), que no se sabe —de cuantas tormentas de este género refieren las historias antiguas y modernas—, que haya sucedido en todo el orbe otra más brava y espantosa». Lo mismo opinaba Diego de Ocaña, para quien «… cosa semejante después que Dios creo el mundo, no ha sucedido».

El índice de explosividad volcánica, que mide la magnitud de la erupción, alcanzó magnitud 6 («colosal»), similar, por ejemplo, a la del Krakatoa de 1883 -al que incluso superó en intensidad- o el Pinatubo (1991); sirva como ejemplo comparativo la famosa erupción del Vesubio, que sepultó Pompeya en el año 79, la cual alcanzó magnitud 5 («cataclísmica»). Este índice recoge la cantidad de material volcánico expulsado, la altitud que alcanza la columna de erupción, y la duración; la escala va de 0 a 8, pero cada incremento de una unidad indica una erupción 10 veces más potente.

En el caso del Huayna Putina, la cantidad de lava y piroclastos emitidos se estima alcanzó la impresionante cifra de 30 km cúbicos. En cuanto a las partículas expulsadas en suspensión a la atmósfera, la estimación va de 16 a 32 millones de toneladas: la mayor parte eran muy ricas en dióxido de azufre (SO2), que se transforma en ácido sulfúrico y bloquea el paso de la radiación solar, creando inviernos más fríos. Las explosiones fueron tan intensas (cientos de decibelios) que llegaban a escucharse en Lima y otros lugares a más de mil km de distancia.

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El masivo paso de ceniza y gases a las estratosfera de la erupción del Huayna Putina alteró de forma notable la climatología del planeta. Paradójicamente produjo muchos más muertos a distancia que en el propio Perú: solo en Rusia fallecieron 2 millones de personas, debido a los inviernos especialmente fríos y largos, que impidieron las cosechas habituales. La trágica consecuencia fue la gran Hambruna Rusa de 1601-1603, que diezmó la tercera parte de su población.

Su polvo y ceniza llegaron hasta Europa. La columna eruptiva -chorro de gas y ceniza a alta presión- se estima tuvo una altitud de unos 37 km, por lo que alcanzó la estratosfera y alteró el clima de la Tierra: se supone que pudo ser un factor influyente en la intensificación de la llamada «Pequeña Edad del Hielo», debido al bloqueo o reflexión de la radiación solar por las cenizas y SO2; asimismo, por razones parecidas, se considera la causa de la Hambruna Rusa de 1601-1603, que trajo la muerte a dos millones de personas, la tercera parte de la población rusa; los inviernos fueron especialmente crudos también en Suecia, con nevadas muy superiores a las habituales. Incluso se alteraron algunas corrientes marinas.

La ciudad de Arequipa se encuentra rodeada de numerosos volcanes, en su mayoría activos. Aunque algunos pasan periodos durmientes, las erupciones son habituales, como también la sismicidad.

A 75 km en línea recta de este volcán se encuentra Arequipa. Fundada en 1539-1540, es una ciudad habituada a los terremotos frecuentes y erupciones en los muchos volcanes que la rodean: el más cercano es el Misti, muy cercano y visible desde la ciudad, pero hay muchos más: Chachani, Ampato, Coropuna, Ubinas, Picchu-Picchu, Sabancaya, Hualca-Hualca, etc. Precisamente su convivencia y vecindad con los volcanes aportó a Arequipa el material de construcción distintivo de la ciudad, el sillar blanco y poroso resultante de antiguas coladas de lava ricas en feldespatos y materiales vítreos.

La vecindad con los volcanes aportó a Arequipa el material de construcción distintivo de la ciudad, el sillar blanco y poroso resultante de antiguas coladas de lava ricas en feldespatos y materiales vítreos.
Claustro jesuíta de La Compañía (1690)

Pero en aquella ocasión, la erupción protagonizada por el Huayna Putina fue muy superior a lo visto habitualmente. Por entonces también se le llamaba volcán Omate, topónimo de uno de los pueblos que asentaban en sus cercanías, y que desaparecieron sepultados por la lava y ceniza. Recibió otros nombres, como el significativo de Chequeputina, -«volcán de mal agüero» en quechua-, o el de Huayna Putina -«volcán joven»-, que es el que ha prevalecido.

Nevado Ampato, Sabancaya y, al fondo, el Coropuna, algunos de los cerros volcánicos que rodean a Arequipa. Vista aérea.

La erupción sembró el terror en la población: los españoles suponían se trataba de algún castigo divino, por lo que se recurrió a constantes oraciones y procesiones religiosas; los indígenas lo atribuían a algún intento de venganza de su dios de los volcanes, rayos y aguas, Tunupa. Lo cierto es que tuvo un enorme impacto económico en la región, además de causar centenares de pérdidas de vidas humanas. La propia ciudad pudo ser sepultada por la ceniza, a modo de una Pompeya americana, de no haberse moderado la lluvia de ceniza gracias a los vientos predominantes, que iban hacia el mar.

Aparte de la erupción y la lluvia de ceniza, ríos notables -como el Tambo que pasa junto al volcán- se represaron con la ceniza y la lava, reteniendo las aguas hasta reventar esos diques y crearse avenidas devastadoras que arruinaron las vegas y zonas de cultivo. Fray Martín de Murúa, testigo de todos estos hechos, se lamentaba diciendo: «Porque quien vio a esta (ciudad) tan próspera, tan rica, tan opulenta, tan llena de gente, y la ve ahora tan pobre, tan miserable, tan desdichada, tan sola, casi podrá decir aquí fue Troya, pues ya casi solo quedan las memorias».

La próspera ciudad de Arequipa sufrió un tremendo impacto económico a raíz de la erupción del Huayna Putina en 1600, del que tardó años en recuperarse.

Por fortuna, tres religiosos dejaron los acontecimientos recogidos en escritos con detalle. Fray Martín de Murúa, de orden de la Merced, se encontraba en Arequipa por entonces -«lo cual puedo afirmar yo como testigo de vista, que a todo me hallé presente en la dicha ciudad»-, y le dedica a esta erupción el capítulo XXII del libro III de su Historia General del Perú, significativamente titulado «De la miserable ruina que vino a la ciudad de Arequipa». Lo mismo hizo fray Diego de Ocaña, que llegó a Arequipa en 1603 para «ver y saber lo que había sucedido». El fraile estuvo cuatro días en la ciudad, hospedado en el convento de San Francisco, y recogió al dictado el testimonio del contador de la hacienda real, Sebastián de Mosquera, quien por su puesto se tenía por hombre serio y honrado; lo completó con datos aportados por «otras personas, todas honradas y fidedignas», teniendo así la certeza de que lo que había «escrito es como en efecto pasó». Ocaña lo incluyó en su manuscrito ilustrado, que se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Oviedo, y que se ha editado con diferentes títulos (Viaje por el Nuevo Mundo, A través de la América del Sur, etc).

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Vista aérea de las cabeceras del cañón del Cotahuasi y la laguna Huanso; al fondo el nevado Coropuna (Arequipa).

Por último, el jesuita P. Bernabé Cobo vivió tres años en Arequipa, aunque en esa época estaba en Lima, y poco tiempo después recogió testimonios vívidos de las personas que estaban en la «ciudad blanca» y de indígenas de pueblos cercanos al volcán, que huyeron a refugiarse en la urbe. El texto, que Cobo incluyó en su maravillosa obra Historia del Nuevo Mundo (Libro II, cap. XVIII), es asimismo una crónica muy interesante. Murúa, Ocaña y Cobo nos describen día a día lo ocurrido, por lo que extractando sus respectivas crónicas se puede recomponer un diario de los hechos. Los tres nos hablan de los temblores, estruendos, flujos de lava, piroclastos, lluvia densa de ceniza, destrozo o desaparición de pueblos, terrenos de cultivo, avenidas de aguas, etc. Al final también veremos el testimonio y la lámina del autor indígena Felipe Guamán Poma de Ayala referente a esta erupción, que incluyó en su Nueva Corónica y Buen Gobierno a inicios del siglo XVII.

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Volcanes Pichu Pichu, Misti y Chachani (Arequipa).
«A 18 días del mes de Febrero, viernes (…), como a las nueve horas de la noche, se comenzaron a sentir en aquella ciudad algunos temblores de tierra. (…) Poco después sonaron muy grandes y espantosos truenos, a manera de artillería gruesa». (Cobo).
El Huayna Putina comenzaba su explosión. En la imagen, cumbre del volcán Tungurahua (Ecuador) en erupción.

VIERNES, 18 DE FEBRERO DE 1600:

Al poco de oscurecer, comenzaron a sucederse constantes temblores de tierra en la ciudad, cada vez más frecuentes e intensos, que se prolongarían hasta el domingo; con todo no se derrumbó ningún edificio notable, aunque sí algún muro. Además se escuchaban y explosiones debidas al volcán, aunque los arequipeños, refugiados en la ciudad, aún no sabían bien de donde procedían. La gente estaba sobresaltada y temerosa. Los indígenas que vivían en pueblos cercanos del volcán hacían ofrendas y algunos se inmolaban para aplacar la ira del mismo.

«… en la furia de los temblores, mucha de la gente de estos pueblos, a la falda del cerro, ofrecieron lana de colores y otras cosas que solían antiguamente…» (Murúa). Ofrendas al Apu Ausangate en Machuracaytambo, cordillera del Ausangate, Cuzco, Perú.

Murúa:

«Habiendo antecedido, por doce días continuos, algunos temblores de poca consideración antes del viernes de la primera semana de Cuaresma, que fueron dieciocho de febrero de mil y seiscientos años, esta noche arreció que parecía hervir la tierra, y nadie se aseguraba ni atrevía a estar debajo del tejado, casi pronosticando en mal que se les aparejaba.

(…) El viernes y sábado, antes que reventase el volcán, diez y ocho y diez y nueve de febrero, en la furia de los temblores, mucha de la gente de estos pueblos, a la falda del cerro, ofrecieron lana de colores y otras cosas que solían antiguamente, y algunos indios e indias desesperando se arrojaban vivos en las quebradas y concavidades que se iban abriendo del volcán». 

«Todos, desde aquella hora, desampararon sus casas, porque se caían algunas. Poco después sonaron muy grandes y espantosos truenos, a manera de artillería gruesa, tan de cerca como si se dispararan dentro de la ciudad» (Cobo). Habitación en el convento colonial de Santa Catalina, Arequipa.

Ocaña:

«Primeramente, viernes, que se contaron 18 de febrero de 1600, comenzaron a las siete horas de la noche algunos temblores de tierra, con tanta frecuencia que casi se alcanzaban unos a otros, aunque aquella noche no hicieron daño en los edificios, pues no fue cosa de consideración algunas paredes que cayeron».

Cobo:

«A 18 días del mes de Febrero, viernes de primera semana de Cuaresma del año de 1600, como a las nueve horas de la noche, se comenzaron a sentir en aquella ciudad algunos temblores de tierra, que duraron hasta el domingo siguiente; los cuales, desde la hora que empezaron, se fueron apresurando y haciendo más recios, de manera que no sólo fueron creciendo en cantidad, sino también en fortaleza. Todos, desde aquella hora, desampararon sus casas, porque se caían algunas. Poco después sonaron muy grandes y espantosos truenos, a manera de artillería gruesa, tan de cerca como si se dispararan dentro de la ciudad, y con apresuración tanta, que se alcanzaban los unos a los otros».

«El sábado siguiente arreciaron los temblores y fueron más a menudo, y tales que se cayeron algunas casas; y como a las cinco de la tarde, comenzó a obscurecer el cielo…» (Murúa). Atardecer en la Plaza de Armas de Arequipa, y el volcán Misti al fondo.

SÁBADO, 19 de FEBRERO

Los temblores se hacen más intensos: se estima alcanzaron intensidades de 9 en la escala de Mercalli o de 7-8 en la de Ritcher; se caen algunas casas. Se escuchan fuertes estampidas y explosiones a distancia, a modo de truenos o disparos de cañones. Por la tarde se cubre el cielo de ceniza, que empieza a caer en forma de arena blanquecina. La gente lo observa con curiosidad al principio, pero pronto se percatan de la gravedad de la situación, al comprobar su acumulación y peso sobre los tejados. Angustiados, y sin saber qué estaba ocurriendo realmente, muchos vecinos piden confesión, y al menos uno murió, tal vez de un infarto. Las estampidas se acentúan en la noche, y junto con los fuertes temblores imposibilitan el sueño.

Murúa:

«El sábado siguiente arreciaron los temblores y fueron más a menudo, y tales que se cayeron algunas casas; y como a las cinco de la tarde, comenzó a obscurecer el cielo hacia la banda de la costa de la mar. Y de unos cerros, llamados Sucavaya, salían y se oían terribles y espantosos truenos y relámpagos, que duraron hasta la oración. Entonces empezó a llover cantidad de arenilla blanca, pero tan poca que la cogían en las capas para mostrarla como cosa de prodigio, y, en anocheciendo fue cayendo y cargando la lluvia de ceniza, aunque tomada entre las manos tenía alguna aspereza, y apretada entre los dedos quedaban de ella algunos granillos negros que relumbraban algo y daban muestras de metal quemado; y con la noche se fue aumentando, de manera que en pequeño espacio cubrió el suelo y duró hasta las once de la noche, que a esta hora acabó de llegar la tempestad de truenos y relámpagos, que con la furia que traían, parecía venirse el cielo abajo, y que se hundía la tierra.

«Y todo el infierno lo ocupaba el aire, y muchos imaginaron que los espíritus de él traían aquella oscuridad revuelta con fuego y ruido. (…) Y es cosa averiguada que de asombro murió un hombre» (Murúa). Velatorio en el convento colonial de Santa Catalina, Arequipa.

Y todo el infierno lo ocupaba el aire, y muchos imaginaron que los espíritus de él traían aquella oscuridad revuelta con fuego y ruido. Aún se dijo públicamente en el pueblo que ciertos soldados se determinaron ir fuera de él, hacia la parte donde venía aquella tempestad, para certificarse de qué procedía; y llegando al matadero, que está a las últimas, vieron unos bultos negros y horribles que les causaron tanto pavor y espanto que, al momento, sin poder pasar mas adelante, se volvieron (…). Y es cosa averiguada que de asombro murió un hombre.

Dentro de poco días estaba el pueblo con esto confuso y absorto, sin saber de dónde se causaba aquella inundación y con temor tan grande, que nadie tenía seguro de amanecer vivo. Y así andaban atónitos los hombres por las calles e iglesias, pidiendo confesión, y fue de suerte que la mayor parte de la gente la hizo, y los que quedaron fueron por falta de confesores bastantes, y hubo personas que había más de ocho años que estaban olvidados de este sacramento, y esta noche lo pidieron a él con gran devoción. En la mayor furia de esta tormenta, entró en la ciudad un ermitaño que vivía dos leguas de la ciudad, al parecer de buena vida, desnudo, con una cruz en la una mano y una piedra en la otra, dándose en los pechos y pidiendo a voces misericordia y, provocando con lágrimas al pueblo a penitencia, y se le juntó mucha gente admirados de su fervor».

«Y el sábado siguiente arreciaron los temblores de la tierra con tanta furia, fuerza y violencia, y tan a menudo que (…) jamás el suelo dejaba de estar alterado y temblando con continuo movimiento.» (Ocaña).
Pintura colonial del Señor de los Temblores.
Museo de la Nación, Lima.

Ocaña:

«Y el sábado siguiente arreciaron los temblores de la tierra con tanta furia, fuerza y violencia, y tan a menudo que, aunque los remezones que daban las paredes de las casas eran de rato en rato, jamás el suelo dejaba de estar alterado y temblando con continuo movimiento, de manera que hicieron sentimiento algunos edificios y parecía cosa sobrenatural el tenerse y no caer, según era grande la fuerza que traían los temblores recios que hubo aquella noche y todo el día del sábado. Fueron más de ciento cincuenta temblores que movían las paredes de una parte a otra, que cada uno traía apariencia de asolar la ciudad, dando con esto Dios nuestro señor aviso a la gente para que se comenzasen a apercibir para el mayor daño que después vino.

El dicho sábado, entre las cinco y las seis de la tarde, estando el cielo muy condenso de nubes y una niebla como las que suele haber en España en tiempo de invierno, se oyeron unos truenos tan grandes que pareció que la máquina de los cielos se disolvía; y no eran como suele otras veces sino como si dispararan piezas de artillería, los cuales se oyeron en muchas leguas alrededor; y así los oí yo yendo caminando más de doscientas leguas de Arequipa. Y miraba al cielo, y como lo veía claro y advertía que no eran truenos, dije a los compañeros que iban conmigo «¿qué artillería es ésta que dispara el cielo?» Por gran portento tengo esto. Hasta que llegamos a la ciudad de Santiago de Tucumán y supimos la pérdida de esta ciudad de Arequipa.

Y como aquel ruido de aquellos truenos había sido un pedazo de cordillera que había reventado -el cual arrojó de sí tanta ceniza que por todo el Perú se tendió-, comenzó pues en Arequipa a llover una arena un poco gruesa, como la que hay en las playas de la mar excepto que ésta no era redonda sino pedacitos partidos de piedra pómez, como purificados por fuego, muy blanca y sequísima, y entre ella alguna margarita resplandeciente plateada, y alguna ceniza entre ella. Y la gente, viendo llover aquello, lo cogían y envolvían en papelitos para guardar y enviar por curiosidad a otras partes. Y fuese tanto aumentando el llover ceniza y con tanta abundancia que en poco espacio cubrió los tejados y suelo y campos más de media vara en alto, y se descaían las casas y los techos con el grandísimo peso. Y la que envolvían en papelitos para enviar a otras partes, la llevó el viento hasta México, y en Sonsonate (El Salvador) dañó la fruta del cacao, que aquel año se perdió toda. Y fueron más de mil y tantas leguas las que por la parte de abajo y por la parte de arriba llegó hasta el Tucumán (Argentina), que hay más de quinientas leguas (2300 km) quedando todos los campos y árboles cubiertos de ceniza, que cosa semejante después que Dios creo el mundo no ha sucedido.

«Fueron más de ciento cincuenta temblores que movían las paredes de una parte a otra, que cada uno traía apariencia de asolar la ciudad, dando con esto Dios nuestro señor aviso a la gente para que se comenzasen a apercibir para el mayor daño que después vino» (Ocaña). Procesión del Señor de los Temblores.
Cuadro colonial en la Catedral de Cuzco, Perú.

Y toda aquella noche del sábado hubo unos truenos tan espantosos que no se sabe haber oído cosa de mayor ruido que lo que entonces se oía todas las veces que el volcán disparaba aquel fuego. Y así no hubo persona que en toda aquella noche ni en los ocho días siguientes durmiese ni reposase, porque en cuarenta horas estuvieron en perfectas tinieblas sin saber si era de día o de noche, ni qué hora era por no haber quedado reloj ni cosa con cosa, entendiendo todos que era el fin del mundo por el fuego grande y globos que el volcán arrojaba. Y entonces no sabían que había sido el volcán sino que era fuego del cielo; y como tenemos por fe que ha de ser por fuego el último fin, entendieron realmente que entonces era y que ya era llegada la última hora».

Cobo:

«Otro día, que fueron 19, a las cinco de la tarde comenzó a oscurecerse el cielo con grande exceso, y fue creciendo la oscuridad, de suerte que parecía más que de negro nublado que trae grande aguacero; y lo que de él llovió fue una arena blanca tan gruesa como granos de mostaza, y en tanto exceso, que el temor de ella hizo posponer el de los terremotos; y así les era forzoso entrarse en sus casas. Fue creciendo esta segunda noche la tormenta, de manera que desde las diez hasta la mañana, fue siempre siendo mayor el ruido de los truenos y fuerza de temblores, con gran suma de relámpagos y otras luces por el aire como de estrellas errantes, que pasaban de unas partes a otras con tan grande y temeroso ruido, que manifestaba ser obra más que natural.

Lo que caía de las nubes era la arena referida, con que se cubría lo llano y las sierras, los árboles, las casas y los animales de todos géneros; de modo que bramidos y temblores de tierra y lluvia de ceniza hacían guerra a un tiempo; lo cual causaba notable temor, porque lo que podía ser remedio para lo uno (protegerse en casa de la lluvia de ceniza), era peligro más conocido para lo otro» (derrumbe por terremoto).

El domingo «… oscureció tan tristemente, que la una del día era noche tan cerrada que fue necesario andar con lumbres por las calles». Iglesia de La Compañía.

DOMINGO, 20 DE FEBRERO

Durante la noche y la mañana continuó cayendo ceniza con intensidad, con olor a azufre, y al punto de peligrar los tejados por el peso; los vecinos la quitaban para evitar el colapso de los mismos. La mañana estaba tan oscura por las nubes de ceniza que parecía la noche y se debía circular con antorchas por las calles. La ceniza se infiltraba por todas partes, incluso entre el pelo y la barba; además cegó las acequias de riego, conducciones de agua y cauces fluviales. Se veían «bolas de fuego» -posibles piroclastos- cruzando el cielo oscuro de ceniza. Salvo un ermitaño, nadie había llegado del exterior con noticia alguna del origen o extensión de lo que estaba ocurriendo. La gente, aterrada, pedía confesión a los sacerdotes, viendo el fin cercano.

Murúa:

«A las dos de la noche fue Dios servido cesase su tempestad de truenos y relámpagos por las ocasiones, disciplinas y exorcismos que en todos los monasterios hubo; pero no cesó el llover ceniza ,y de color no tan blanca como la pasada, la cual daba de sí un olor hediondo de piedra azufre. Y en Lima, que está ciento y setenta leguas de Arequipa, la costa abajo, y Arica, más de setenta, se oyeron los truenos que el volcán de sí echaba, y afirman que eran a la manera de tiro de artillería y al sonido y respuesta dellos; y muchas personas entendieron que eran los navíos del Rey que habían salido en busca de un inglés corsario y peleaban en la mar. Pero en Arequipa, con estar más cerca del volcán, no se oían sino truenos naturales y de los ordinarios, acompañados con tan grandes relámpagos, que duraba la claridad de uno de ellos casi un avemaría. Esta noche se vieron salir, de la parte donde era la tempestad, infinitos globos de fuego que atravesaban todo el cielo. Hubo muchos penitentes azotándose y con cruces (…).

«… amaneció el domingo veinte del mes, lloviendo ceniza. Salió el sol y duró hasta las diez, que se oscureció tan tristemente, que la una del día era noche tan cerrada que fue necesario andar con lumbres por las calles» (Murúa). Celdas para las monjas en el convento colonial de Santa Catalina, Arequipa.

Poco claro, a las ocho del día amaneció el domingo veinte del mes, lloviendo ceniza. Salió el sol y duró hasta las diez, que se oscureció tan tristemente, que la una del día era noche tan cerrada que fue necesario andar con lumbres por las calles; y como a las tres aclaró algo, pero fue una claridad dudosa y confusa. Tornó de nuevo a llover ceniza, causando desconsuelo porque, según las señales que había, no parecía cesaría la tormenta hasta la última destrucción de la ciudad; y más que hasta entonces se ignoraba la causa de tan prodigiosos y espantables efectos».

Ocaña:

«El domingo por la mañana -al parecer, porque todo era oscuro y andaban por las calles con hachas (antorchas)- determinaron de descargar los tejados, porque los techos se caían con el peso de la ceniza; y no se pudo hacer enteramente por falta de los indios, que todos habían acudido al remedio de sus maíces, que estaban por el suelo y cubiertos de cenizas. Y así aquel año no hubo cosecha de nada, y como la hierba quedó cubierta de aquella ceniza hasta el día de hoy, todo el ganado pereció, y las cabalgaduras en que podíamos huir murieron de hambre; y los pájaros y las demás aves se venían
a las casas, y se metían entre la gente y se dejaban tomar. Valieron después las comidas mucho (…) Y los indios se huyeron a otras partes.

«Fue la falta que hubo de confesores grande, porque aunque había muchos religiosos de todas órdenes, para confesar a toda una ciudad, y de tanta gente, no bastaban en un día». (Ocaña).
Pintura colonial del Monasterio de Santa Teresa, Arequipa.

Fue la falta que hubo de confesores grande, porque aunque había muchos religiosos de todas órdenes, para confesar a toda una ciudad y de tanta gente no bastaban en un día, y así se confesaban de cuatro en cuatro, sin poderlos detener; y se hincaban de rodillas a los pies de los confesores, y decían sus culpas a voces, todos cubiertos de ceniza, barbas y cabeza, entendiendo todos ser hundidos aquel día.

Las acequias de la ciudad, por donde venía el agua, se cegaron de todo punto, y el río, con la mucha ceniza, se estancó y estuvo sin correr todos aquellos días, porque el agua que corría se embebía en la mucha ceniza que caía; y dejaron de moler los molinos y el trigo que había, que era mucho, quedó enterrado en las eras; y así fue grande la hambre que había, aunque la gente andaba tal que no se acordaban de comer.

«… el agua que corría se embebía en la mucha ceniza que caía; y dejaron de moler los molinos y el trigo que había, que era mucho, quedó enterrado en las eras; y así fue grande la hambre que había, aunque la gente andaba tal que no se acordaban de comer» (Ocaña). Interior de una celda de monja en el convento colonial de Santa Catalina, Arequipa.

Hubo este sábado y domingo tanto globo de fuego en el aire que causaban espanto; y en estos dos días no vino persona ninguna de fuera que pudiese dar noticia de dónde había procedido tan grande daño. Y así pasaron en perpetuas tinieblas hasta el lunes, que el día amaneció con un poquito de claridad, como cuando hay luna y está el cielo nublado».

Cobo:

«Amaneció el domingo de la misma suerte, habiendo llovido ceniza toda la noche sin cesar; y era tanta la que había caído, que fue necesario descargar aprisa los tejados, para que por su peso no se cayesen las casas. De medio día para arriba se fue oscureciendo más, de manera que a las dos de la tarde era noche tan oscura, que nadie conocía al que encontraba, para cuyo remedio traían lumbres grandes por las calles. A las cuatro aclaró algo el cielo, volviendo a caer otra arena, que duró tres horas».

El lunes «… estuvo todo cerrado de un color entre rojo y pálido, que ponía horror mirarlo, por lo cual fue necesario todo él traer luces para cualquiera ministerio» (Cobo). Convento de Santa Catalina. Arequipa.

LUNES, 21 DE FEBRERO

El día amaneció algo más claro, pero después de las 8-9 de la mañana volvió a oscurecerse y a ser necesarias las antorchas en las calles. El ambiente era de una luz rojiza y volvió a caer ceniza, ya más fina. Se comenzaron a hacer procesiones de penitencia, con todos los vecinos ensuciados de ceniza. Tras las procesiones, los vecinos permanecieron en la plaza de Armas, frente a la catedral, consolándose y acompañándose.

Murúa:

«Lunes amaneció más claro, aunque el sol en todo el día se mostró, y a las ocho (de la mañana) se tornó a cerrar, de manera que hasta las tres de la tarde parecía de noche y fueron necesarias lumbres, aunque no como el domingo antes. Llovió ceniza hasta la noche, y en ella se vieron estrellas y alguna claridad que causó consuelo. Este día se juntó todo el pueblo en la iglesia mayor, y fueron con solemne procesión a Santa María, una iglesia que está fuera de la ciudad, que es abogada de los temblores, y la trajeron y hubo un devoto sermón a la puerta de la iglesia mayor, (…), y a la noche se hizo una devota procesión de disciplina con un crucifijo y Nuestra Señora del Rosario».

«… a la noche se hizo una devota procesión de disciplina con un crucifijo y Nuestra Señora del Rosario» (Murúa). Procesión religiosa en el centro histórico de Lima, junto a la iglesia de San Francisco.

Ocaña:

«Lunes después de las nueve, al parecer de la mañana, volvió el día a oscurecerse, tanto que con las luces andaban por las calles las personas, y lloviendo siempre ceniza, aunque ya más delgada. Y comenzaron a hacer algunas procesiones y a pedir a Dios misericordia, porque hasta este día no se atendió a otra cosa más que a las confesiones. Y se hizo una procesión de sangre, en la cual iban todos descalzos, así frailes como seglares, todos con reliquias en las manos, porque cada uno tomaba aquello con que mas devoción tenía. Iban todos las cabezas descubiertas, llenas de cenizas cara y barbas y vestiduras; todos tan desemejados que los que se iban azotando no tenían necesidad de capirotes porque no se conocían los unos a los otros.

«… Y se hizo una procesión de sangre, en la cual iban todos descalzos,(…) todos con reliquias en las manos, porque cada uno tomaba aquello con que mas devoción tenía» (Ocaña). Procesión de la Fiesta de la Virgen de la Asunción. Casabindo, Puna de Jujuy, Argentina.

Tantas cadenas, tantos grillos, tantos hombres aspados, tantas penitencias y tan ásperas hubo en esta procesión cuanto jamás ha habido en el mundo. Derramóse mucha sangre; todos los niños y mujeres con piedras en las manos, dándose golpes en los pechos, y todos dando voces y gritos con lágrimas en los ojos, no habiendo rostro de ninguna persona enjuto por de duro corazón que fuese. Y así esto es más para llorar y sentir que no para escribir.

«… no se oía otra voz ni otro canto sino esta palabra de piedad, la cual iban todos pidiendo» (Ocaña). Procesión de la Fiesta de la Virgen de la Asunción. Casabindo, Puna de Jujuy, Argentina.

(… En la procesión) llevaron a la imagen santísima de Nuestra Señora de la Piedad, que no se oía otra voz ni otro canto sino esta palabra de piedad, la cual iban todos pidiendo. La santa imagen no se (a)parecía, aunque llevaban muchas hachas (antorchas), sino de muy cerca, toda blanqueando de ceniza. Y todos los hombres descubiertas las cabezas, y en ellas y en las barbas tanta ceniza que no se conocían los unos a los otros; y las luces de la procesión apenas se parecían. Y volvieron con la procesión a la iglesia mayor, quedándose todos en aquella plaza sin saber que hora era ni si era de noche o si era de día. Y con verse todos allí juntos, parece que se consolaban unos con otros; y así fueron pocas las personas que se fueron a sus casas».

«Y volvieron con la procesión a la iglesia mayor, quedándose todos en aquella plaza sin saber que hora era ni si era de noche o si era de día. Y con verse todos allí juntos, parece que se consolaban unos con otros». Procesión de la Fiesta de la Virgen de la Asunción. Casabindo, Puna de Jujuy, Argentina.

Cobo:

«A los veintiún días estuvo todo cerrado de un color entre rojo y pálido, que ponía horror mirarlo, por lo cual fue necesario todo él traer luces para cualquiera ministerio. Este día volvió a oscurecer el cielo, aunque no tanto como el pasado, y cayó ceniza otras tres horas».

«El martes amaneció más claro que los demás días, de suerte que se pudieron ver los cerros de alrededor del pueblo; llovió todo el día ceniza» (Murúa). Convento de Santa Catalina, en construcción por entonces. Arequipa.

MARTES, 22 DE FEBRERO

Continuó la lluvia de ceniza, fina y blanquecina, aunque sin la oscuridad ambiental de días precedentes. Por contrapartida, arreciaron los temblores de tierra.

Murúa:

«El martes amaneció más claro que los demás días, de suerte que se pudieron ver los cerros de alrededor del pueblo; llovió todo el día ceniza, y al alba hubo un temblor algo grande y entre día otros pequeños».

Ocaña:

«Amaneció el día con un poco de claridad; y por el tiempo que habían estado sin luz les pareció que era el martes. Este día fue algo más claro, aunque no vieron el sol en todo el día. Cayó este día menos ceniza y más delgada que al principio; pero hubo muchos temblores de tierra».

Cobo:

«A los veintidós. amaneció del color pálido y rojo que antes había tenido, y volvió a llover ceniza desde las nueve hasta las tres de la tarde a manera de un polvo blanco que ponía áspero el cabello y barba, así como si fuera de piedra pómez molida».

«La necesidad de comida fue grande. El agua que bebían era toda llena de ceniza» (Ocaña). El miércoles comenzaban a escasear alimentos y agua en la ciudad. Aljibes coloniales en Arequipa.

MIERCOLES, 23 DE FEBRERO

Prosiguen los temblores, aunque más débiles. Se incrementan los problemas derivados de la caída de ceniza desde hace cuatro días: las conducciones de agua se taponan y escasea el suministro. Hay una creciente falta de alimentos.

Murúa:

«El miércoles amaneció algo oscuro y, aunque después aclaró, no se vio el sol y llovió dos horas ceniza, y creció hasta este día un palmo en alto por toda la ciudad, con cuyo peso se hundieron algunas casas, y fue necesario que las demás se descargasen de la ceniza. El río, con venir muy crecido, estuvo seco que apenas se oía, y todas las quebradas cercanas al volcán se secaron, y el río de Tambo que es muy caudaloso, estuvo tres días que no corrió, y otra vez doce días y, saliendo de madre, fue con tanta furia que asoló todo el valle sin dejar heredad ni ganado, mulas, caballo y sementeras y cañaverales, que todo lo llevó y asoló».

Ocaña:

«El miércoles siguiente fue de la misma manera, con alguna claridad, pero el sol como si no le hubiera. Y hubo también algunos temblores, pero no tan recios ni con tanta violencia como los pasados. La necesidad de comida fue grande. El agua que bebían era toda llena de ceniza».

Cobo:

«Los dos días siguientes (miércoles y jueves), aunque no fueron muy oscuros, con todo eso no se vio en ellos el sol».

«El jueves no llovió (ceniza) e hizo el día claro, y la noche, en que se vieron la Luna y estrellas» (Murúa). Basílica y convento de San Francisco, Arequipa.

JUEVES, 24 de FEBRERO

Fue un día de relativa mejoría y esperanza. Aunque los temblores prosiguieron, se detuvo la lluvia de ceniza y el cielo se despejó algo, pudiéndose ver las montañas próximas a la ciudad, y en la noche la luna y las estrellas.

Murúa:

«El jueves no llovió (ceniza) e hizo el día claro, y la noche, en que se vieron la Luna y estrellas».

Ocaña:

«El jueves siguiente hubo también temblores. Y el día amaneció con más serenidad y comenzáronse a ver los cerros circunvecinos a la ciudad, y no llovió ceniza».

«Hízose este día (viernes) una procesión general, (…) con mucha devoción; Y todo el pueblo iba de la misma manera (…); se hicieron algunos exorcismos y conjuraron las nubes algunos sacerdotes con vestiduras sacras». (Ocaña).
Procesión religiosa en el centro histórico de Lima.

VIERNES, 25 de FEBRERO

Día de nuevo oscuro, sin claridad en el cielo, con caída de ceniza fina. Continúan las explosiones, temblores, procesiones y rogativas, recurriéndose en ocasiones a exorcismos para ahuyentar al demonio causante de esa tragedia.

Murúa:

«El viernes amaneció nublado, oscuro, y a las ocho del día se cerró más y comenzó a llover ceniza, y este día tembló la tierra muy recio, y la ciudad vino al convento de Nuestra Señora de las Mercedes a pedir la imagen de Nuestra Señora de Consolación, que es de gran devoción y que ha resplandecido con milagros, y esta tarde, juntas las religiones y el común del pueblo, la llevaron con toda la decencia posible a la iglesia mayor por nueve días, y hubo sermón en ella».

Ocaña:

«El viernes siguiente fue el día nubloso, de suerte que no pareció por parte ninguna del cielo claridad alguna, y llovió tierra muy menuda. Hízose este día una procesión general, pero no de sangre, desde la iglesia mayor a nuestra Señora de las Mercedes. Llevaron en esta procesión la imagen devotísima de nuestra Señora de Consolación; y todos los religiosos de los conventos descalzos y con mucha devoción; Y todo el pueblo iba de la misma manera. Hubo sermón, y aquel día y otros atrás se hicieron algunos exorcismos y conjuraron las nubes algunos sacerdotes con vestiduras sacras».

Cobo:

«El viernes, a los veinticinco, volvió a enturbiarse el aire, con tan poca luz como a la hora que quiere anochecer al fin del crepúsculo, y cuanto más cerca de la noche, crecía más la oscuridad, con algunos truenos y temblores».

«El sábado siguiente fue uno de los más espantosos días que los humanos han visto ni oído decir, porque amaneció con tan extraordinaria oscuridad como la más oscura noche, por oscura que haya sido; porque encontraban los unos con los otros por las calles, y si no traían luces y velas, no se veían; (…) Y viendo que con el mucho peso de la tierra y ceniza se venía abajo la iglesia mayor, por ser el techo de madera, como se cayó después que salieron» (Ocaña).
Catedral de Arequipa, por la noche.

SÁBADO, 26 de FEBRERO

Día aciago: tras una noche por fin despejada, desde el amanecer la oscuridad se hizo total, cayendo una ceniza rojiza con más intensidad que nunca. Su acumulación dificultaba ya el tránsito por las calles y las procesiones. El peso de la misma hizo derrumbarse el tejado de la catedral. Los animales montaraces buscan refugio en la ciudad.

Murúa:

«Sábado, veinte y seis, habiéndose visto a las tres de la mañana la Luna muy clara, amaneció cuando apenas se pudo echar de ver era llegado el día y, al instante, se volvió a cerrar la cosa más tenebrosa y lóbrega que jamás se vio, porque ni con la lumbre se acertaba a andar por las calles ni entrar en las iglesias, y luego empezó a llover ceniza con más furia que al principio, y diferenciaba en la color que tiraba como a bermeja».

Ocaña:

«El sábado siguiente fue uno de los más espantosos días que los humanos han visto ni oído decir, porque amaneció con tan extraordinaria oscuridad como la más oscura noche, por oscura que haya sido; porque encontraban los unos con los otros por las calles, y si no traían luces y velas, no se veían; y así andaban por las calles con luces. Y fue tanta la tierra que llovió que entendieron ser enterrados vivos, de suerte que subió por algunas partes dos varas y ya no se podía andar, por parte ninguna ni conocían sus casas los dueños. Y así se recogió toda la gente a la iglesia mayor (catedral) para que allí quedasen los cuerpos de todos enterrados; (…) tratando todos de que se dijese misa de réquiem por todos, por la poca esperanza que tenían de vida, contándose ya todos por muertos; y viendo que con el mucho peso de la tierra y ceniza se venía abajo la iglesia mayor, por ser el techo de madera, como se cayó después que salieron (…) cayendo ceniza sobre todos.(…)

«Y así se recogió toda la gente a la iglesia mayor (catedral) para que allí quedasen los cuerpos de todos enterrados; (…) tratando todos de que se dijese misa de réquiem por todos, por la poca esperanza que tenían de vida, contándose ya todos por muertos» (Ocaña). Catedral de Arequipa.

Después que por el reloj vieron que ya era de noche -que siempre lo fue, solo había distinción por las horas- (…) Llevaron a san Francisco, el Santísimo Sacramento y la imagen de nuestra Señora y de santa Marta con mucho trabajo, por no poder ya andar, hasta la cinta la ceniza de las calles.»

Cobo:

«A los veintiséis no hubo día, porque todo el fue noche tenebrosa sin rastro de luz; y caía tanto polvo de la manera referida, que era forzoso descargar a menudo los tejados de él, encendiendo luces para haberlo de hacer. A lo cual sobrevinieron tantos y tan crueles estallidos y temblores de tierra, que todas las sabandijas salieron de sus cuevas, y muchos animales bravos se vinieron á buscar la gente a la ciudad, como menesterosos de favor y faltos de ánimo para sufrir tan espantosa tormenta, y amedrentados de tan gran calamidad».

El domingo sí aclaró algo y hubo procesión (…). Este día estuvo el cielo de un color bermejo y negro, y con poca claridad, y toda la noche llovió ceniza, de suerte que sobre las casas la había de alto de un palmo» (Murúa).
Catedral de Arequipa al oscurecer.

DOMINGO 27 de FEBRERO:

A las 8 de la mañana cesó la lluvia de ceniza, que se reanudaría al oscurecer y hasta medianoche. Durante el día el ambiente aclaró algo, aunque con unas tonalidades rojizas o más oscuras y amenazantes. Llegó a la ciudad un español con dos indios huyendo desde el pueblo de Omate, lo que trajo las primeras informaciones de la situación en el exterior. En la noche sintieron el mayor terremoto habido desde el inicio de la erupción.

Murúa:

«Duró el llover (ceniza) hasta el domingo a las ocho del día, que aclaró y cesó y recibió el pueblo gran consuelo, porque había cuarenta horas que duraba la oscuridad, desde el viernes a las seis de la tarde. Este día fue de confusión, temor, lágrimas y suspiros, y se renovaron las penitencias, limosnas, confesiones, votos y promesas, porque todos entendían ser llegado el último día de su vida y aun del mundo. Todos se recogieron a la iglesia mayor y, estando diciendo misa en medio de aquellas tinieblas, se oyeron en la capilla cantar golondrinas (…).

(La gente) anduvo todas las iglesias, hallándose en ellas grandes y pequeños, los rostros al parecer difuntos del desmayo, miedo y confusión, y de pies a cabeza cubiertos de ceniza, y a cada ruido o temblor les parecía era el último instante de su vida. (…) y por momentos se hincaban de rodillas, dando voces a Dios y pidiéndole misericordia. (…). Esta noche se quedó el pueblo, hombres y mujeres a velar y dormir, por las iglesias, queriendo acabar la vida en ellas, como veían tan portentosas señales y especialmente un temblor, el mayor que hasta allí se había oído, y hasta media noche llovió con gran fuerza ceniza y de allí adelante disminuyó.

«Esta noche se quedó el pueblo, hombres y mujeres a velar y dormir, por las iglesias, queriendo acabar la vida en ellas». (Murúa). Iglesia de San Agustín, Arequipa.

El domingo sí aclaró algo y hubo procesión (…). Este día estuvo el cielo de un color bermejo y negro, y con poca claridad, y toda la noche llovió ceniza, de suerte que sobre las casas la había de alto de un palmo».

Ocaña:

Pasada, pues, esta gran tormenta del sábado, comenzó a mejorar el tiempo, y vino un hombre español del pueblo de Omate. Dijo que venía caminando por cerca de allí y toda la ciudad acudió luego a saber de él qué nuevas traía del camino. El cual vino a pie y con mucho trabajo, por habérsele muerto el caballo como se murieron de hambre en aquellos ocho días todas las cabalgaduras; y así aunque quisieran salir de la ciudad no tenían en qué. El cual hombre había andado en todos aquellos ocho días perdido por el campo, desatinado de la ceniza, por haber cubierto los caminos; hasta que caminando, vuelto el rostro al aire que venía de hacia la mar -como hombre que era muy cursado de aquella tierra-, vino a dar con la ciudad.

«… vino un hombre español del pueblo de Omate (…), andado en todos aquellos ocho días perdido por el campo, desatinado de la ceniza, por haber cubierto los caminos; (…) y no pudiendo sufrir los golpes de las piedras, se metieron debajo del caballo para repararse de la tempestad» (Ocaña).
Entorno de las punas de Quiscos y nevado Ampato, Arequipa.

Y dijo que, viniendo él caminando con dos indios que con él entraron por aquel paraje de Puquiña, vino de repente tan grandísima tempestad de piedras vivas como piedra pómez, y tanta tierra que parecía que todo el mundo se hundía; y que en breve tiempo se hallaron todos cercados de tierra y piedras, que no podían caminar; y que venía esta tierra revuelta con tanto fuego que quemaba donde caía; y que no pudiendo sufrir los golpes de las piedras, se metieron debajo del caballo para repararse de la tempestad.

Y que viendo que duraba tanto el caer tierra, temiendo quedar allí enterrado quitó la silla al caballo; y que la puso en la cabeza para defensa de las piedras que caían de las nubes; y que venía diciendo a los indios que debiera de haber algún mundo allá arriba y que se. venía abajo, pues tanta tierra y piedra llovía. Y venían las piedras culebreando con tanto ruido y ímpetu que no estaban en sí de espanto y admiración que tenían. Y que llegando a un río que está allí cerca, -que suele llevar mucha agua-, que lo halló todo cegado de la mucha tierra que había caído en él, como si nunca allí hubiera habido agua. (…) Y que con esta tempestad vino caminando (…) con mucha oscuridad, y que no sabía qué día era, ni podía decir otra cosa, porque aún a los compañeros, los indios, no veían muchas veces, y que por eso venían asidos unos de otros».

Cobo:

«Domingo, a los veintisiete: aclaró algo el día, pues dio luz para poder conocerse la gente, si bien la ceniza de lo alto y temblores del suelo no cesaban. Tornóse a oscurecer a las cuatro de la tarde, y desde esta hora se oyeron algunos bramidos que salían de la tierra, tan horribles, que ponían gran pavor».

El lunes «amaneció el día algo más claro,
pero sobrevino luego un espantoso temblor,
y así volvió la tristeza de nuevo; y a las tres de la tarde era ya noche, con tanta tempestad de relámpagos y truenos como la más cruel
de las pasadas» (Cobo).
Iglesia de La Compañía, Arequipa.

LUNES, 28 de FEBRERO

Aunque el día amaneció claro, no se llegaba a ver el sol. A las tres de la tarde oscureció tanto que la gente creyó haber llegado la noche. A las cinco volvió a aclarar, pero se reanudó la lluvia de ceniza, los relámpagos, truenos y un fuerte temblor de tierra.

Murúa:

«El lunes amaneció claro, pero no de suerte que se viese el sol, y a las tres de la tarde obscureció de todo punto, y por no estar el reloj concertado, como no lo andaba nadie, se entendió era de noche y se tañó a oración, y a las cinco de la tarde volvió a aclarar, aunque lloviendo ceniza, y para consuelo vino otro temblor grandísimo».

Cobo:

«A los veintiocho amaneció el día algo más claro, pero sobrevino luego un espantoso temblor, y así volvió la tristeza de nuevo; y a las tres de la tarde era ya noche, con tanta tempestad de relámpagos y truenos como la más cruel de las pasadas; esto cesó por hora y media, porque un recio viento llevó esta tormenta hacia la mar».

«Anduvo entre los indios de la comarca una superstición, diciendo que se habían juntado a consulta el volcán que reventó y el que está sobre la ciudad de Arequipa (Misti), y le dijo que reventase; y el de Arequipa le dio por respuesta que no lo haría, por ser como era cristiano y llamarse Francisco; y de las palabras y enojos que tuvieron, resultó el de Arequipa darle al otro un encontrón que le hizo reventar». (Murúa). Volcán Misti, visto desde Arequipa.

MES DE MARZO, AÑO 1600:

Los días y semanas siguientes prosiguieron alternando los periodos claros con los truenos y explosiones, lluvia de ceniza y oscurecimiento del cielo. Poco a poco se fue sabiendo lo que había ocurrido. El volcán Huayna Putina había entrado en erupción, sepultando con lava, piroclastos y ceniza el cercano pueblo de Omate y otros cuatro más. Habían muerto centenares de personas, además de ganados y cultivos.

Murúa:

«Desta suerte se ha ido continuando esta tempestad, tormenta y miseria por más de un mes que, si el día amanecía algo alegre, se tornaba triste, obscuro y tenebrosos con los nublados, cenizas, truenos, relámpagos y globos de fuego que se veían por los aires, y así cada cual podrá imaginar cuál estarían en esta ciudad los vecinos della, con qué aflicción de espíritu y amargura del corazón, esperando por instantes la muerte, y estimando con esta miseria en poco la vida.

Una confusión había general en toda la ciudad, y era no poder averiguar con certidumbre la causa de tantos daños, y de dónde procedía tan horrible y espantosa tempestad; y, aunque se sospechaba sería cierto volcán de hacia Omate, diez y ocho leguas de la ciudad, por haber visto los que de allá venían vomitar llamas y salir humo obscuro de aquel lugar, no había cosa cierta en treinta días, hasta que vino una carta del corregidor de aquel partido, que por su bien estaba en Arequipa, en que le referían la verdad de lo que pasaba, que es negocio temeroso. Era un volcán que estaba entre Omate y Quinistaca, y se llamó Huainaputina que declarándolo dirá: volcán mancebo, porque Putina significa volcán y Huaina, mozo, distante del pueblo de Omate dos leguas, el cual reventó a diez y nueve de febrero.

«Fue tanta la cantidad y muchedumbre que arrojó de sí y lanzó de piedra, tierra y, ceniza, que, la que cayó en el dicho pueblo y su contorno, pasaba de treinta y dos palmos de altura, los veinte y dos de piedra y los diez de ceniza». (Murúa).
Lámina en el libro de Murúa Historia General del Perú, representando la oscuridad y lluvia de cenizas sobre Arequipa.

Fue tanta la cantidad y muchedumbre que arrojó de sí y lanzó de piedra, tierra y, ceniza, que, la que cayó en el dicho pueblo y su contorno, pasaba de treinta y dos palmos de altura, los veinte y dos de piedra y los diez de ceniza. Trajéronse a Arequipa algunas piedras, y eran las mayores pómez, del tamaño de un adobe, y las menores como naranjas, el color negro y vetadas como metal y pesadas. Caían espesísimas y hechas una brasa encendida, y ninguna acertaba a indio que no le derribase y descalabrase, y, temerosos los indios de esto, se encerraron en sus casas, donde creció por momentos la piedra, tierra y ceniza, que quedaron todos enterrados en ella para siempre.

De esta tormenta se escaparon hasta quince o veinte indios, que con un cacique llamado don Francisco Cayla se recogieron a un cerro, donde los halló el escribano del corregidor, que fue el que dio el aviso y, llevando frazadas y otras cosas de defensa, pasada la primera tormenta, bajaron hacia el dicho pueblo con grandísimo trabajo, y apenas podían hallar señal de él ni conocerle, si no fuera por las puntas de unos sauces altísimos que estaban en la plaza y la hediondez de los cuerpos muertos de hombres y animales, y en muchos días no cesó el volcán de echar humo, fuego y ceniza y temblar la tierra reciamente; y oyéndose un ruido ordinario y espantoso, y de noche salían de él globos de fuego que parecía abrasaban el aire. De esta manera abrasó y enterró para siempre cinco pueblos, que tenían vecinos, llamados Chiqui, y Omate, Quinistaca, Tasatachen y Collana, sin que de todos ellos escapase ánima viva.

«Dicen que tendrá grandísimo circuito la boca, y bien es de entender, a quien considerarse la ceniza que de él ha salido, que llegó hasta Chuquisaca y Potosí» (Murúa). Restos del cráter y edificio volcánico del Huayna Putina: las huellas de su explosión aún son patentes más de cuatro siglos después (Google Earth).

(…) Dicen que tendrá grandísimo circuito la boca, y bien es de entender, a quien considerarse la ceniza que de él ha salido, que llegó hasta Chuquisaca y Potosí por la parte de la Puna, -que son doscientas y cincuenta leguas-, y a Ica por los Llanos- que son más de cien leguas- y hasta el Cuzco de travesía -que son setenta leguas- y en circuito más de seiscientas; y que el altor, (espesor de la capa de ceniza) en partes, era de treinta y dos palmos (7,3 m), y en otras a cuatro (3,35 m) y a tres y a dos y a una vara (0,83 m) y a media; en la que menos un palmo (casi 23 cm), sin lo que en el mar y ríos se consumió.

Anduvo entre los indios de la comarca una superstición, diciendo que se habían juntado a consulta el volcán que reventó y el que está sobre la ciudad de Arequipa (Misti), y le dijo que reventase; y el de Arequipa le dio por respuesta que no lo haría, por ser como era cristiano y llamarse Francisco; y de las palabras y enojos que tuvieron, resultó el de Arequipa darle al otro un encontrón que le hizo reventar. (…)

Como refiero arriba, no hubo jamás en treinta días uno seguro, porque, si alguno amaneció claro y sereno, luego se obscurecía, de manera que parecía noche tenebrosa, y los aires que se levantaban y con ello la ceniza ahogaba la gente y la hacía estar encerrada, y por todas partes se vio esta desdichada y afligida ciudad rodeada de trabajos y aflicciones».

«Era tan grande la cantidad de estas piedras encendidas, y subían tan altas, que mirando al cielo parecía estar todo él labrado y hecho una ascua, de las innumerables que por el aire volaban. Los quince días que duró la oscuridad, no cesó el volcán de bramar de día y de noche y de arrojar ceniza y piedras, y la tierra de temblar frecuentemente» (Cobo). Lámina colonial (1773) representando una erupción del volcán Tungurahua (Ecuador). Archivo General de Indias.

Ocaña:

«Después, acá lo que se sabe es que reventó un gran pedazo de cordillera, a la cual no ha podido llegar nadie para ver de cierto qué parte fue la que reventó, con haber tres años y medio que sucedió esto que escribo, por estar algunas leguas antes la ceniza tan alta, que hay cerrillos de ella como sierras de arena. (…) Tiene una propiedad extraña esta ceniza, que es tan sutil que no hay cosa que esté guardada de ella: y en las cajas muy cerradas y guardadas están las ropas llenas de esta ceniza; y cuando de algún cerro se desmorona alguna cosa de esta ceniza, corre como arroyo de agua y se lleva cuanto topa por delante; y así derribó muchas bodegas, y paredes pasaba de una parte a otra, y cosas sucedieron de gran maravilla, como era sacar de las bodegas las tinajas del vino y llevarlas a otra parte con tanta facilidad y presteza como si fuera una avenida de un río muy caudaloso».

«Una confusión había general en toda la ciudad, y era no poder averiguar con certidumbre la causa de tantos daños, y de dónde procedía tan horrible y espantosa tempestad; y, aunque se sospechaba sería cierto volcán de hacia Omate, diez y ocho leguas de la ciudad, por haber visto los que de allá venían vomitar llamas y salir humo obscuro de aquel lugar, no había cosa cierta en treinta días» (Murúa). Erupción del volcán Tungurahua, Ecuador.

Cobo:

«A los veintinueve (de febrero) y el otro día (1 de marzo) hubo alguna quietud y serenidad, y otro día (2 de marzo) volvió a oscurecerse todo y caer la ceniza que antes. Pero desde este día se fue amansando la tormenta, y la ceniza fue siempre en diminución, aunque no tan aprisa que no queden hasta hoy en Arequipa y su comarca muchas reliquias de esta calamidad.

Bien entendieron los de aquella ciudad luego que comenzó á llover ceniza, ser la causa de tan extraña tempestad algún volcán que reventaba de los que hay en su distrito; pensaron los dos primeros días que salía de uno muy grande que estaba tres leguas de la ciudad (el Misti), mas presto echaron de ver no ser así; sospechóse que debía ser el de los Ubinas. Al fin, no supieron con certeza de dónde les venía el daño, hasta que a cabo de diez o doce días, que aclaró algo el tiempo, vinieron a la ciudad algunos indios de los que se salvaron de seis pueblos que, por estar cercanos al volcán, se asolaron. De los cuales, y de otras muchas personas, -así indios como españoles, que a distancia de seis á doce leguas del volcán lo vieron reventar y estuvieron á la mira de cuanto sucedió-, se supo haber sido el de Omate el que había reventado; que no poca admiración causó, porque nunca se habían recelado de él, porque jamás le habían visto echar fuego ni humo, y también por estar tantas leguas apartado de la ciudad.

«Súpose cómo la primera tarde de la tormenta, lanzó al reventar tan gran copia de humo negro, con los estallidos y truenos dichos, que oscureció el cielo y cubrió de profundas tinieblas diez o doce leguas de su contorno, que duraron quince días, sin que en ellos se distinguiese el día de la noche» (Cobo).
Erupción en el volcán Tungurahua (Ecuador).

Súpose cómo la primera tarde de la tormenta, lanzó al reventar tan gran copia de humo negro, con los estallidos y truenos dichos, que oscureció el cielo y cubrió de profundas tinieblas diez o doce leguas [60 km] de su contorno, que duraron quince días, sin que en ellos se distinguiese el día de la noche. Salió a vueltas del humo una llamarada de fuego de tan prodigiosa grandeza, que parecía llegar desde la tierra al cielo, al cual se siguió la ceniza y piedra pómez. Junto con esto, se abrió por el pie del cerro una gran boca, y brotó por ella un grande y furioso río de fuego, que corrió por espacio de legua y media [8-9 km] abrasando cuanto topaba, de manera que dejó los árboles hechos carbón, y la tierra por donde pasó cocida y tan dura como viva peña. Estaban a la sazón obra de setenta indios en aquellos campos recogiendo sus mieses, y abrasó los más de ellos.

«Las piedras que con la ceniza lanzaba, salían hechas brasas que parecían globos de fuego; eran de diferente grandeza (…) Caían a diferente distancia unas más lejos que otras, conforme su grandeza» (Cobo).
Entorno de Quiscos, Arequipa

Las piedras que con la ceniza lanzaba, salían hechas brasas que parecían globos de fuego; eran de diferente grandeza, unas como medianas tinajas, otras tan grandes como dos botijas peruleras, otras como una, como la cabeza de un hombre, como grandes bolas, como el puño, y a este modo de todos tamaños, hasta parar en un polvo tan sutil, que apenas tenía cuerpo. Caían a diferente distancia unas más lejos que otras, conforme su grandeza: [a] una legua del volcán (5,5 km) del tamaño de dos botijas, a dos leguas, como una, a más distancia, tanto menores cuanto más lejos caían.

Era tan grande la cantidad de estas piedras encendidas, y subían tan altas, que mirando al cielo parecía estar todo él labrado y hecho una ascua, de las innumerables que por el aire volaban. Los quince días que duró la oscuridad, no cesó el volcán de bramar de día y de noche y de arrojar ceniza y piedras, y la tierra de temblar frecuentemente; los cuales pasados, aunque amansó la tempestad y aclaró el aire, no fue de manera que se pudiese ver el Sol claro por muchos meses, ni por más de ocho dejó de temblar la tierra tres ó cuatro veces al día, ni de salir truenos y ceniza del volcán de cuando en cuando.

«… corrieron todos a las iglesias, atónitos y despavoridos, a pedir misericordia al padre de ella, y suplicarle por el perdón de sus culpas y pecados (…). Estuvieron las iglesias abiertas de día y de noche…» (Cobo).
Iglesia de La Merced, Arequipa

La turbación y asombro de la gente mientras estas cosas pasaban fue tan extraña, que no se puede explicar con palabras: (…) corrieron todos a las iglesias, atónitos y despavoridos, a pedir misericordia al padre de ella, y suplicarle por el perdón de sus culpas y pecados, que de guarecer sus haciendas y riquezas no hubo quien se acordase ni hiciese caso, pensando ser ya llegado el fin del mundo y de sus días. Persuadidos a esto algunos indios, y olvidados de la obligación de cristianos, se asentaron muy despacio a comer y beber hasta emborracharse, conforme a la bárbara costumbre que tenían en su gentilidad, comiéndose -aunque era Cuaresma-, las gallinas y carneros que tenían, diciendo que, pues habían de morir, no había para qué guardarlos.

«Cesaron todos los tratos y oficios de la república, sin atender grandes y pequeños a otra cosa que a hacer plegarias a Nuestro Señor, y procesiones todos los días, y algunas de ellas de sangre» (Cobo). Detalle del Paso de las Cofradías, Serie de la Procesión del Corpus de Santa Ana: cuadro de la escuela de Santa Cruz Pomacollao y Diego Quispe Tito (ca.1680). Museo de Arte Religioso, Cuzco.

Otros de los habitadores de los pueblos cercanos al volcán, por librarse de congoja y de otra muerte más penosa, se ahorcaron. Pero los vecinos de Arequipa españoles y gran parte de los indios se dispusieron para morir como cristianos, recibiendo con gran dolor y lágrimas los Santos Sacramentos de la penitencia y comunión. Estuvieron las iglesias abiertas de día y de noche, y en ellas descubierto el Santísimo Sacramento. Cesaron todos los tratos y oficios de la república, sin atender grandes y pequeños a otra cosa que a hacer plegarias a Nuestro Señor, y procesiones todos los días, y algunas de ellas de sangre.

Andaban los hombres con el perpetuo sobresalto —por no darles lugar a tomar reposo de noche los continuos terremotos y estallidos del volcán—, tan afligidos y quebrantados, que tuvieron por mejor suerte acabar de una vez la vida que dilatarla para atormentar más sus almas, con la vista de tan lastimosos y prodigiosos sucesos (…).

«Oyéronse (los bramidos) a doscientas leguas de distancia (1100 km); y en la ciudad de Lima, que está ciento y sesenta y cuatro leguas (900 km) del volcán, los oímos tan claramente cuantos entonces nos hallamos en ella» (Cobo). Convento de Santa Catalina, ya parcialmente construido en las fechas de la erupción. Arequipa.

Fueron los bramidos tan diformes y estupendos, que los que se han hallado en alguna fortaleza, como la de Malta, ó en la batalla naval (se refiere a la de Lepanto), no pudieron ser más ofendidos del impetuoso estrépito de la artillería, que lo fueron los vecinos de Arequipa. Los cuales, tras el estruendo de cada estallido temían que se les abría la tierra y caía el cielo encima. Oyéronse a doscientas leguas de distancia (1100 km); y en la ciudad de Lima, que está ciento y sesenta y cuatro leguas (900 km) del volcán, los oímos tan claramente cuantos entonces nos hallamos en ella, que tuvimos por cierto que la armada real, —que pocos días antes había partido del puerto del Callao en busca de un corsario que había entrado a esta mar del Sur por el estrecho de Magallanes—, se había encontrado con él, y que los truenos que oíamos eran de la artillería que en la batalla se disparaban.

Las callejuelas del convento de Santa Catalina nos ayudan a evocar la Arequipa de aquel año 1600 en que ocurrió la erupción.

LOS DAÑOS POR LA ERUPCIÓN:

Murúa:

«Quedaron los caminos de manera que no se podía caminar, y en parte las cabalgaduras de los caminantes se hundían en la ceniza. Hase perdido y quedado enterrado infinito ganado vacuno y ovejuno, y en las lomas muchas mulas que allí se criaban, porque se cegaron los pastos y se ocultaron las aguas.

«… las vicuñas y huanacos de la Puna andaban abobadas, y se metían entre la gente y murieron muchísimas; y las sabandijas de la tierra no quedó ninguna» (Murúa). Grupo de vicuñas en la Reserva nacional de Salinas y Aguada Blanca,
en el entorno de Arequipa.

En la ciudad se siguió luego hambre, por haberse desbaratado los molinos, y en todas las casas se morían las bestias, y no quedó en el cielo ave, golondrina, paloma tórtolas, gorriones, aunque todas no murieron, y en el valle de Víctor, las tórtolas, en el tiempo de la obscuridad, acudían a las partes y aposentos donde veían lumbre, y se sentaban junto la gente y se dejaban tomar, ciegas y flacas, y las vicuñas y huanacos de la Puna andaban abobadas y se metían entre la gente y murieron muchísimas, y las sabandijas de la tierra no quedó ninguna; no quedó chácara de maíz que se pudiese aprovechar, porque cubiertas de cenizas, se perdió y, como estaba en flor, no hubo remedio ninguno para ello.

«En la ciudad se siguió luego hambre, por haberse desbaratado los molinos, y en todas las casas se morían las bestias; (…) no quedó chácara de maíz que se pudiese aprovechar, porque cubiertas de cenizas, se perdió…» Murúa. Horno en el convento colonial de Santa Catalina, Arequipa.

Por otra parte los indios, vista la perdición de sus chácaras, ayudados de sus usos y abominaciones antiguas, dieron en comerse todas las aves, cuyes y carneros que tenían, aunque era cuaresma, diciendo que se acababa el mundo y querían morir hartos. Colgaban perros vivos por los pies y les daban muchos golpes y azotes, diciendo que con aquello se acabaría la tempestad, y se empezó a creer entre ellos que en ciertos días se había de hundir toda la tierra y abrasarse. Así iban huyendo y dejaban sus casas.

«Por otra parte los indios (…) dieron en comerse todas las aves, cuyes y carneros que tenían, aunque era cuaresma, diciendo que se acababa el mundo y querían morir hartos» (Murúa). Familia de cuyes (Cavia porcellus). Lima.

Todos los árboles frutales de la ciudad se perdieron, porque se desgajaron y arruinaron sin quedar cosa en pie y los sauces, de que había diferentes alamedas, los destrozó tronchándolos y derribándolos y en las higueras no quedó hoja. Pues semejantes males bien se pudieran llevar, si las haciendas y heredades del valle de Víctor y Siguas, que están a siete leguas de Arequipa, quedaran en pie y de provecho, pero a la hora que llegó a Arequipa cayó sobre el valle otra inundación de ceniza más brava y temerosa, que pasaba de media vara de alto la que había. La segunda obscuridad que también le alcanzó, la acrecentó de manera que se hundieron muchas bodegas y se asolaron infinitas heredades, y las que en general corrieron más riesgo, fueron las que estaban en partes bajas y arrimadas a cerros, porque, como la ceniza no hacía asiento en ellos, antes se deslizaba, bajaba corriendo con tanto ímpetu, que parecía avenida de agua, y a modo de una corriente furiosa discurría por las heredades, llevándose por delante cuanto topaba, y enterrándolo todo y quebrando las vasijas. Así, viñas, olivares y cañaverales quedaron perdidos sin que diese género de cosecha alguna, y ha sido tanta la ruina que no se espera en muchos años volverán en sí, y se entiende el daño pasó de dos millones de ducados.

Sucedieron cosas monstruosas y notables y casi increíbles, si no se vieran y palparan con las manos (…). En el valle de Quilca perecieron cinco personas, y en el de Paica tres, pues en los valles de Tambos, Majes, Moquegua, Camaná, Ocaña sucedieron cosas lastimosas y para referir con lágrimas, porque no quedó en ellos olivar, cañaveral, ají, sementeras y viñas que no asolase; y aún sucedió, un olivar que estaba junto a la mar, arrancallo de raíz la ceniza y lo llevó hasta la mar, donde se veían andar los árboles».

«El daño que causó no se puede decir, (…) porque la mucha piedra pómez que cayó, represó y detuvo el río, que no corrió en doce días; y después reventó el agua y se llevó todas las viñas, quedando todo asolado y con tantas piedras que, aunque el tiempo mejorara, no fuera más de provecho» (Ocaña).
Viñedos en el entorno del valle de Pisco, Perú.

Ocaña:

«El daño que causó no se puede decir, pues de solo el valle de Víctor se cogían cada año ciento cincuenta mil arrobas de vino y todo este valle está perdido, porque la mucha piedra pómez que cayó, represó y detuvo el río, que no corrió en doce días; y después reventó el agua y se llevó todas las viñas, quedando todo asolado y con tantas piedras que, aunque el tiempo mejorara, no fuera más de provecho. En la mar, por la parte donde entra este río, fue tanta la ceniza que cayó allí y piedra pómez que, con tener el río de Tambo -que así se llama- más de dieciocho brazas por la mar en hondo, ha hecho allí una isla como si en toda la vida allí hubiera habido mar, sino que parece que desde el principio
fue isla; y ha quedado tan firme que no se ha disminuido. Y así los pilotos en muchos días no pudieron tomar el puerto, porque lo desconocían por aquella nueva isla que la ceniza hizo en la mar. (…) Sea Dios bendito que tal castigo envió sobre esta ciudad, tomando por instrumento una cosa tan leve como es un poco de ceniza; pero ésta fue tanta que durará toda la vida.

«Lo que yo puedo decir de esta ciudad es que tiene vestigios de haber sido de las mejores del Perú, la más rica y la más regalada (…) El temple de la ciudad era bueno y de mucha frescura y frutas y de muchas huertas y recreaciones; las mujeres hermosas y en el tiempo de su prosperidad bien tratadas y de muchas galas y joyas, y (…) amigas de fiestas y de holguras. Y gente muy caritativa y limosnera» (Ocaña). Casa de Tristán del Pozo, Arequipa.

Lo que yo puedo decir de esta ciudad es que tiene vestigios de haber sido de las mejores del Perú, la más rica y la más regalada, porque un año con otro entraban en ella setecientos mil pesos para emplear en vino y ahora no alcanzan un poco de maíz; pero trigo se coge y se da lo que es menester; las viñas no llevan fruto, todo se les va en rama y no madura la uva por falta del calor del sol; pues en todos los días que allí estuve, nunca vi el sol, sino la luna muy colorada, y a las dos de la tarde ya es noche y es menester encender velas. Y me decían a mí, viéndome afligido que aquéllos eran días de gloria para ellos. Y es la ceniza tan sutil, que en haciendo un poco de viento la levanta en tanta abundancia que oscurece el sol, y tarda todo el mes en volverse a asentar, y así, como siempre hay viento, siempre hay
ceniza en el aire.

El temple de la ciudad era bueno y de mucha frescura y frutas y de muchas huertas y recreaciones; las mujeres hermosas y en el tiempo de su prosperidad bien tratadas y de muchas galas y joyas, y en lo que toca a vicio como en las demás partes de las Indias, amigas de fiestas y de holguras. Y gente muy caritativa y limosnera; y gente principal y muchos caballeros que todo el año gastaban en fiestas. (…) Hay mucha ceniza y con ella mucha mala ventura y necesidad. Dios los remedie y se compadezca de ellos».

«… de donde nació el mayor daño, o por mejor decir, todo él, fue de la excesiva cantidad de piedra pómez y ceniza que del volcán salió, la cual cayó en las tres o cuatro leguas alrededor de él (16-22 km), dos o tres lanzas en alto. Quedaron enterrados en ella seis pueblos de indios, y con una lanza de ceniza sobre las casas (…). Murieron en estos pueblos, con los que huyendo de la tempestad mataron las piedras, como doscientas personas.» (Cobo).
Planicie con cenizas del volcán Cotopaxi, Ecuador.

Cobo:

«Los daños y calamidades que causó esta tan terrible tormenta, fueron de inestimable valor; si bien es verdad que lo que della menos daño hizo fue lo que puso mayor pavor y espanto á las gentes, como fueron los horribles truenos ó bramidos del volcán, los continuos y apresurados terremotos, las tinieblas y relámpagos del aire (…)

Cayéronse con los temblores de tierra muchos edificios de la ciudad de Arequipa y de otros pueblos de indios de la comarca, y los que quedaron en pie quedaron muy atormentados. Derrumbáronse cerros y laderas, que atajaron la corriente de algunos ríos. Pero de donde nació el mayor daño, o por mejor decir, todo él, fue de la excesiva cantidad de piedra pómez y ceniza que del volcán salió, la cual cayó en las tres o cuatro leguas alrededor del (16-22 km), dos o tres lanzas en alto. Quedaron enterrados en ella seis pueblos de indios, y con una lanza de ceniza sobre las casas. Llamábanse estos pueblos, Omate, Lloque, Tarata, Colaña, Checa y Quinistaca. (…) Murieron en estos pueblos, con los que huyendo de la tempestad mataron las piedras, como doscientas personas.

«Están hasta hoy los campos y cerros aún no limpios de (la ceniza), la cual está tan sutil, movediza y suelta, que en partes no se puede andar por encima de ella, porque se hunden las personas y cabalgaduras, y en soplando viento recio, levanta espesas polvaredas, que grandemente enturbian y oscurecen el aire» (Cobo). Arenas y cenizas volcánicas en el valle de la Luna, San Pedro de Atacama, Chile.

Proveyó Dios (…) que al tiempo que reventó el volcán corriese viento de tierra, que arrojó a la mar gran cantidad de ceniza, y la demás derramó por más de trescientas leguas; con que fue menor el daño que recibieron los pueblos de la banda de Barlovento, de donde soplaba el viento, que a no suceder así quedaran la ciudad de Arequipa y los pueblos de indios de su contorno sepultados debajo de muchos estados de ceniza. Y con todo esto, cubrió el suelo una tercia en alto por más de cincuenta leguas [300 km] a la redonda de aquella ciudad, con que murieron todos los ganados y aves, porque a todos faltó el sustento. (…) Están hasta hoy los campos y cerros aún no limpios de (la ceniza), la cual está tan sutil, movediza y suelta, que en partes no se puede andar por encima de ella, porque se hunden las personas y cabalgaduras, y en soplando viento recio, levanta espesas polvaredas, que grandemente enturbian y oscurecen el aire.

Perdiéronse con esta tempestad no solamente los frutos y cosechas de aquel año en toda la tierra que alcanzó, sino también muchas huertas (…). Desgajáronse con el peso de la ceniza los árboles, tapáronse las acequias, cegáronse los caminos, por los cuales en muchos meses no se pudo caminar sin riesgo de la vida: porque, colmándose de ceniza las quebradas secas y los cerros y laderas altas, ayudada de la declinación de la tierra y con la fuerza de su peso, corría como furioso raudal de río, con tanto ímpetu, que arrebataba cuanto cogía por delante. Anegáronse con estas avenidas algunos hombres y gran suma de ganados; destrozaron y asolaron viñas y olivares; derribaron edificios; lleváronse algunas bodegas (…). Asolaron estas avenidas y corrientes de ceniza muchas heredades y tierras de labor, que no han sido más de provecho.

«Perdiéronse con esta tempestad no solamente los frutos y cosechas de aquel año en toda la tierra que alcanzó, sino también muchas huertas (…) Los ríos, -que se represaron con la gran copia de piedra y ceniza que cayó en ellos-, rompiendo las represas (…) hicieron muy gran estrago en los campos y heredades de sus riberas» (Cobo). Cultivos de remolacha en Chincha, costa sur del Perú.

Los ríos, -que se represaron con la gran copia de piedra y ceniza que cayó en ellos-, cuando, rompiendo las represas, corrieron muy crecidos e impetuosos, hicieron muy gran estrago en los campos y heredades de sus riberas. El que mayor daño causó fue el río de Tambo, que es muy caudaloso, y a la sazón que reventó el volcán iba crecido y de avenida, por ser verano. Pasa este río por el pie del volcán, a donde, con los temblores que empezó la tormenta, se cayó un pedazo de cerro sobre el río en una angostura que hacía, el cual atajó su corriente; y con la piedra y ceniza que sobre él caía, creció la represa, de manera que estuvo detenido veintiocho horas; y revolviendo el agua hacia atrás río arriba, se extendió por donde halló lugar, y hizo una laguna de cuatro leguas (22 km). Y después que reventó esta represa y el río corrió á la mar, llevando por delante gran cantidad de piedra y ceniza, se represó luego otra vez en una estrechura que hacían unas altas rocas seis leguas más abajo (…) con que se formó una laguna de siete leguas (40 km).

Acaeció en estas represas una cosa de grande admiración, y fue que, con la lluvia de piedras inflamadas que arrojaba el volcán en ellas, se calentó el agua de suerte que hervía como lo hace una caldera puesta al fuego, con que se coció cuanto pescado había en el río y lo que al entrar en la mar alcanzó su agua; y así se hallaron en las riberas de la mar grandes montones de lizas, pejerreyes, camarones y otros pescados cocidos que las olas echaron fuera, sin lo que quedó enterrado en la ceniza y arena.

Los acúmulos de lava y ceniza bloquearon el cauce de algunos ríos, represándolos. Cuando esos diques cedieron se creó una gran avenida de agua que arrasó grandes extensiones de cultivos. Los daños llegaron hasta la costa. Campesino con arado tradicional en la campiña de Cajamarca, Perú.

Cuando el río abrió camino, rompió con tanta fuerza las represas, que con la furiosa avenida que corrió hasta la mar por espacio de veinte leguas, destruyó y asoló todo el valle de sus riberas, que era muy ameno y fértil y estaba lleno de huertas y heredades, arboledas y cañaverales de azúcar, y gran suma de ganados que allí pacían. Y eran tan terribles las olas y remolinos que iba haciendo, que a los que huyendo de su furia se habían subido a las laderas y cerros, ponía grima el mirarlos.

Dio en la mar, con tan inmensa cantidad de piedra pómez, ceniza y maleza que había barrido del valle, que hizo retirar las olas y ensanchó la playa medio cuarto de legua; robó todas las tierras de labor del valle, arrebató los ganados, arrancó y destrozó las arboledas; finalmente, lo dejó tal, que lo que antes era hermosas y apacibles huertas, quedó hecho un seco pedregal, lleno de arena, ceniza y cascajo y de todo punto infructífero y estéril. No se pueden sumar los grandes daños y pérdidas que resultaron de la terrible y lastimosa tormenta que causó la reventazón del volcán, que sin duda pasaron de diez millones de pesos.»

LA ERUPCIÓN EN LA OBRA DE GUAMÁN POMA

El cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala también recoge esta erupción, que representa además en una lámina de su obra Nueva Corónica y Buen Gobierno, terminada a inicios del siglo XVII. Así, nos dice en su texto:

«LA CIVDAD DE ARIQVIPA: Reventó el volcán y cubrió de ceniza y arena la ciudad y su juridisdicción, comarca; (en) treinta días no se vido el sol ni luna, estrellas. Con la ayuda de Dios y de la virgen Santa María cesó, aplacó.
(…) Todos se quieren como hermanos, así españoles como indios y negros. (Pero) Le fue castigado por Dios, como reventó el volcán y salió fuego; y se asomó los malos espíritus, y salió una llamarada y humo de ceniza y arena, y cubrió toda la ciudad y su comarca, adonde se murieron mucha gente; y se perdió todas las viñas y ajiales y sementeras.

Oscureció treinta días y treinta noches. Y hubo procesión y penitencia, y salió la Virgen María, todo cubierto de luto. Y así estancó y fue servido Dios y su madre, la Virgen María. Aplacó y pareció el sol, pero se perdió todas las haciendas de los valles de Maxi. Con la ceniza y pestilencial de ella, se murieron bestias y ganados».

Guamán Poma recoge, asimismo, en su lámina referente a Arica la afectación de esta villa costera por la ceniza volcánica:

«LA VILLA DE ARICA: también fue cubierto de ceniza del volcán toda la cordillera de la mar».

BIBLIOGRAFÍA:

MURÚA, Martín de, Historia General del Perú. Varias ediciones (ej. en Crónicas de América, de Historia 16, nº 35)

OCAÑA, Diego de, Manuscrito sin título propio, editado con diferentes títulos: A través de la América del Sur (Colección Crónicas de América, Historia 16), Viaje por el Nuevo Mundo: de Guadalupe a Potosí, 1599-1605 (Biblioteca Indiana. Centro de Estudios Indianos, 2010).

COBO, Bernabé, Historia del Nuevo Mundo. Varias ediciones (ej. en Biblioteca de Autores Españoles, tomo XCI, I y II).

GUAMÁN POMA DE AYALA, Felipe, Nueva Corónica y Buen Gobierno. Varias ediciones. La primera, facsímil, editada por el Institut D’Ethnologie de París en 1936; otras ediciones posteriores son las de Murra en Historia 16 -Colección Crónicas de América- o la de Franklin Pease en el Fondo de Cultura Económica.